jueves, 3 de julio de 2014
El año del fin del mundo. Eloisa Guerra. 2012
El año del fin del mundo
I
Compró una Coca en el kiosco del Pabellón Brujas. Al salir, vio a unos alumnos, dos mujeres y dos hombres que tomaban una cerveza y hablaban muy fuerte. Miró de reojo la botella y sintió náuseas. “Secuelas psicológicas”, pensó.
Los estudiantes hablaban de salidas y uno de ellos, con un aro redondo en una de sus orejas, acababa de decir que fumaba marihuana. Sus interlocutores se callaron por unos segundos. A ella le hubiera gustado ver sus caras, pero estaba de espaldas y se disponía a sentarse en un banco alejado de la reunión.
Abrió la Coca y miró el césped, el lago con los patos y se tranquilizó. Sintió que era un oasis en medio de esa jungla de cemento, pobreza, bocinas y locura. Sacó las empanadas que guardaba envueltas en un nylon, dentro de la mochila. Empezó a comer y cada tanto, tomaba un trago de gaseosa. Aunque en realidad no disfrutaba del almuerzo. Estaba muy preocupada, cansada y muchas veces, desesperada. El trabajo en el call center la estaba secando por dentro. Pero no era sólo su trabajo. Esa falta de amor, esa falta de Dios, esa ausencia permanente en la que estaba acostumbrada a vivir. La noche anterior había llorado, después de una pesadilla, como a las tres de la mañana. Había salido al balcón a fumar un cigarrillo y se había tranquilizado un poco. Aunque ese tumulto de edificios, el calor y la sensación horrible que le había quedado después del mal sueño, la siguieron hasta que se acostó nuevamente y se durmió, como una hora después. Así que esa mañana se había levantado muy cansada, con los ojos hinchados y la sensación de que el cuerpo le pesaba. Desayunó en silencio; ni siquiera tuvo ganas de encender el televisor o la radio. “Para qué”, recordaba que pensó. “Para escuchar las mismas noticias de mierda de siempre. Todo aumenta, choques con muertos, manifestaciones que al grueso de la población le resbalan, femicidios, violaciones… Retrocedemos como civilización, ¿qué está pasando Dios mío? Es todo tan horrible que no dan ganas de vivir en este mundo. Quizá sea cierto. Quizá los mayas tenían razón”. De pronto, sintió un ruido casi imperceptible a su izquierda. Miró sobresaltada, y vio un bulto negro sobre el banco. Se levantó asustada. Era un gato, un gato negro de grandes ojos verdes que se encorvó y maulló. Se miraron desconcertados y ella esperó unos segundos para que se fuera. Pero el gato caminó unos pasos y amasó la mochila con las patas delanteras. Luego bostezó y se hizo un nudo, apoyando la cabeza en el bolsillo exterior. Rocío se quedó inmóvil, no supo bien qué hacer, los gatos le daban miedo desde que tenía uso de razón. Finalmente, como entendió que no se iba a ir y también le daba miedo correrlo, se sentó lentamente en el banco, cuidando de no tocarlo ni molestarlo. Hacía unos minutos que había terminado las empanadas y le quedaba un poco de Coca-Cola. Decidió terminarla en paz, tratando de alejar los pensamientos negativos.
Miró al gato con detenimiento. Primero sus patas redondeadas que escondían, seguramente, unas uñas filosas. Luego la panza, que casi no se veía entre las rodillas. Tenía los ojos cerrados, se notaba que confiaba en ella, o simplemente, no tenía miedo. De lo contrario, se hubiera ido o la hubiera rasguñado cuando ella se sentó en el banco. Notó que entre las orejas y los ojos tenía un poco de sarna y le dio mucha tristeza. También notó pulgas que caminaban muy rápido, sobre todo en la cabeza. No pudo contener un rapto de ternura y casi sin querer, lo estaba acariciando. El gato no se inmutó y siguió dormitando con los ojos cerrados. Le acarició la espalda, después la panza; le tomó una de las patas y le dijo “Mucho gusto”. Al final, se animó a acariciarle la cara. Tenía una nariz muy bonita, como respingada, pero mocha al mismo tiempo. En ese momento, el gato se estiró, le enganchó una de la patas en el brazo, se movió un poco y siguió durmiendo. La muchacha sintió que algo adentro suyo se expandía, algo en su pecho estallaba y le recorría todo el cuerpo. Era un instante de felicidad, podía entenderlo. Esto la sobresaltó y dejó de tocar al gato. Se acomodó de frente y abrió la botella. Trató de concentrarse en el césped, en el lago. Pronto, los pensamientos que quería alejar, se adueñaron nuevamente de ella.
“El año del fin del mundo, sí. No vendría mal un recambio de gente”. Se sonrió. ¿Cómo se presentaría a esta altura del partido? En la época de Noé y según la Biblia, había sido un diluvio. En pleno siglo veintiuno, ¿serían las armas nucleares? ¿El fuego? Quizá vinieran extraterrestres a llevarse el agua y a los humanos como alimento. Recordó esa serie de la infancia, en la que los extraterrestres eran lagartos y, al principio, fingían venir a construir la paz mundial. Después traicionaban a los hombres y éstos formaban una resistencia que al final vencía. Pero (pensó), ¿quién puede traicionar más al hombre que el hombre mismo? ¿Acaso no era el hombre el que explotaba a sus hermanos? ¿El que por sed de ganancias y poder, destruía el amor y la belleza?
-Hombre lobo del hombre- dijo en voz alta.
Y Hobbes lo había dicho hacía muchos siglos, Santo Cielo, siempre ha sido así. ¿Qué nos llevó a la falta de amor y respeto? ¿La revolución industrial? ¡Caramba, había sido mucho antes! ¿El instinto de supervivencia? Quizá era cierto eso de que sólo sobreviven los más fuertes, pero, ¿qué hay con la falta de oportunidades? Un niño que nace en la villa tiene, al nacer, la misma potencialidad para crear, que el hijo de un rey, por ejemplo. Pero la desnutrición que sufre mientras va creciendo (o quizá antes, cuando estaba en el seno materno) y la sistemática falta de formación, contención y estímulo, harán de él, lo más probablemente, un lumpen, un changarín o un cartonero, que trabajará dieciséis horas por día (o más) y que usará su tiempo libre para beber o mirar televisión, después de una jornada de alienación, en medio de una ciudad que es indiferente y, en el mejor de los casos, discriminadora y violenta. Además, el hacinamiento, la pobreza, el dolor… Suspiró indignada. Entonces, el gato se incorporó, dio unos pasos hacia ella y se frotó contra su pecho. Ella volvió a sentir esa expansión por dentro. Se quedó parado sobre su falda, mirándola. Algo en él, parecía decirle que se fueran lejos.
-¿Adónde?- preguntó ella.
El gato pegó un pequeño salto y se acurrucó de nuevo en la mochila. Se le ocurrió una idea. “Me lo llevaré”, pensó. “Puedo vivir con un gato. ¿Por qué no?” Había fantaseado muchas veces con tener animales, pero nunca se había animado a dar el gran paso. Renegaba de su soledad, pero al final, parecía ser su única respuesta para todo. “¿Querrá venir conmigo?”, se preocupó. “A lo mejor no quiere cambiar la libertad por un departamento de un dormitorio. ¿Y si se deprime? Yo no soy una buena compañía, qué va, nos deprimiríamos juntos”. Resolvió que debía irse en ese instante y dejarlo decidir. Lo levantó por las axilas y lo puso en el suelo. Tiró la botella vacía en el cesto mientras el gato la miraba. Se calzó la mochila y él comenzó a juguetear con sus piernas. Sacaba las uñas y se las enganchaba en el pantalón de jean.
-¿Querés venir conmigo?- dijo acercándole una mano a la cara.
El gato le mordió un dedo muy suavemente; seguía jugando.
-Vamos.
Lo tomó por las axilas con cuidado y lo apoyó sobre su pecho, poniendo un brazo debajo de las patas traseras. Se preguntó por qué querría venir con ella. “Se sentirá muy solo”, pensó con tristeza.
-Dos soledades hacen una, o como quiera que sea. Yo también te necesito- dijo acariciándolo.
Sus ojos se llenaron de lágrimas.
II
-Claro, buenos días. Rocío Dómina lo atiende, ¿en qué puedo ayudarlo?
-Mirá nena- era la voz de un viejo y sonaba cascada y aporteñada.
-Yo cargué una tarjeta de veinte pesos hace unas horas y lo hice por medio del mensajito, ¿me entendés? Pero todavía no se me acredita. ¿Qué habrá pasado? ¿Vos podés ver en el sistema qué fue lo que pasó?
-Señor, le voy a pedir que me dé su número de línea.
-¿Mi número de línea? ¿No te aparece en la computadora?
-Señor, a veces el número que aparece en sistema no es el mismo del que usted me está llamando.
-Ah, bueno. Te lo doy. Es seis, ocho, cinco, cuatro, uno, seis, dos.
-¿Característica cero once, señor?
-Sí. Característica cero once.
-¿Usted es el señor Ulises Ramonda?
-Sí, nena, sí.
-Señor, le voy a pedir que me pase el código de a tarjeta, por favor.
-¿Qué tarjeta? Yo a la tarjeta la tiré, ¿vos necesitás la tarjeta? ¿No te sale con mi número de línea si pasó algo con la tarjeta o por qué no se puede acreditar?
-Señor, sin el código de la tarjeta no puedo verificar en sistema cuál es el motivo por el cual no se acreditó.
-¿Y si yo tuviera el código ése, vos podés ver en el sistema qué le pasó a la tarjeta? Porque yo tengo un abono, el abono de ciento diecinueve pesos, pero necesito hacer recargas, ¿me entendés? Porque no me alcanza el abono.
-Señor, sin el código de la tarjeta no puedo verificar. ¿Habrá alguna posibilidad de que recupere la tarjeta?
-Yo la tiré a la tarjeta, en la calle, cuando salía del trabajo. ¡Andá a saber dónde está! Pero de todas maneras no importa, yo ahora le puedo hacer otra recarga. Lo que yo quería saber era por qué no se acreditaba. Porque me puede pasar que compro otra y me pasa lo mismo, y yo qué hago, ¡no voy a andar cargando tarjetas todo el día!
-Señor, le voy a pedir que la próxima vez que la carga no se le acredite, guarde la tarjeta y se comunique a la brevedad con el asterisco seiscientos once. Así le pueden confirmar el motivo del retraso de la recarga o, en todo caso, si la tarjeta da error o está dañada.
-¿Pero éste no es el asterisco seiscientos once? Porque a mí me dijeron, una pareja amiga que estaba en casa, cuando yo les conté que había cargado una tarjeta y no se me había acreditado el dinero, me dijeron que llame a este asterisco. Yo nunca había llamado. Porque no me gusta andar llamando y molestándolos a ustedes. Después dicen que uno es un pesado- soltó una risita- ¿me entendés?
-Señor, le pido que, en el caso de que vuelva a suceder lo que usted me está contando, se comunique a la brevedad con nosotros, con la tarjeta en mano.
-Sí, nena, gracias. Igual yo no me hago mucho problema porque le puedo cargar otra, ahora que salgo de nuevo para el trabajo, paso. Pero esta vez le voy a hacer una carga virtual. ¡En una de ésas tengo más suerte!
-Muy bien, señor. Gracias por comunicarse con Claro. Que tenga buenos días.
-Gracias, nena. Hasta luego, hasta luego.
Esperó que el viejo cortara y cortó. Entró otra llamada.
-Claro, buenos días. Mi nombre es Rocío Dómina. ¿En qué puedo ayudarlo?
-Hola. Mirá, hoy ya es veinticinco y no se me cargó el crédito. Estoy podrida de que todos los meses me pase lo mismo. ¿Vos me podés decir qué carajo pasa?
-Señora, le pido por favor que me pase su número de línea.
-¿No te sale en el sistema mi número de línea? Cero once, ciento cincuenta y dos, veintinueve, tres cuatro, cinco tres. Esta es la tercera vez que me pasa que no me dan el crédito cuando me corresponde. Yo pago todas las facturas en término y no sé por qué aparece que no las pago… Estoy cansada. Encima de que mandan las facturas cuando ustedes quieren y uno tiene que salir corriendo para que no te corten la línea, porque si no, te cobran un recargo… Ustedes nunca pierden, ¿no es cierto?
-Señora, ¿su nombre es Miriam Navarrete Díaz?
-No. Es el nombre de mi madre. Ella es la titular.
-Señora, necesito hablar con la titular de la línea.
-No está acá mi mamá. ¿No podés decirme a mí lo que pasa?
-¿Cuál es su nombre señora? ¿Usted es usuaria autorizada?
-Creo que sí. Mi nombre es Alicia Díaz. ¿Por qué me pedís el nombre a mí? ¿No aparecen en el sistema todos mis datos?
-Señora, no me coincide su nombre con el nombre del usuario autorizado. Le voy a pedir que se comunique nuevamente esta persona o la titular de la línea.
-¿Cómo que no te coincide? ¡Si yo soy la usuaria autorizada! ¿Qué nombre te sale como usuario autorizado?
-Señora, no puedo brindarle esa información. Le pido que se comunique nuevamen...
-¿Cómo que no me podés dar esa información? ¡Me tienen repodrida! ¡Encima de que llamo y llamo y nunca me puedo comunicar, de que te atienden para el culo vos y todos los idiotas que están ahí, nunca saben nada! Yo llamé una vez y me dijeron qué pasaba y nunca me hicieron ningún cuestionamiento sobre el usuario o no usuario, si coincidía o no coincidía. Decime con quién puedo hablar, alguien que esté capacitado, alguien que sepa lo que me tiene que decir. Pasáme con tu superior.
-Señora, no le puedo pasar con nadie en este momento. Le pido que se comunique el titular o el usuario autorizado, para que puedan resolverle el problema.
-¿Qué problema? ¡Ustedes son el problema! ¡Pasáme con tu superior! ¡Es una empresa de mierda, nos tiene de rehenes a los clientes! ¡Es…
Rocío cortó. Generalmente discutía hasta el final. Hasta que el cliente se calmaba o cortaba muy enojado. Pero hoy se sentía especialmente cansada. Una pesadez en los hombros y en la espalda, un incipiente dolor de cabeza y un dejo de acidez, la mantenían agazapada e irritada. Tenía muchas ganas de irse. Pero todavía faltaban cuatro horas. Entró otra llamada.
Salió del trabajo algo atontada. Sucedía algo extraño. En medio de la vereda, esperando el colectivo, comenzó a escuchar una voz que decía “venite conmigo”. A veces era la voz de un hombre, otras veces la de una mujer, y otras, la de un niño. Le parecía extraño, porque cuando trataba de captar de dónde provenía, la persona que tenía al frente o al costado, que era de la que se suponía que salía la voz, llevaba la boca cerrada y no la miraba, o bien, iba hablando de otra cosa. Caminando las treinta cuadras que la separaban de su casa, sintió que la cabeza le explotaba. Las distintas voces, no decían sólo “venite conmigo”. También sonaban peyorativas y decían “estás loca”, “la santita”, “es el amor”, y cosas deshilvanadas por el estilo, que Rocío no alcanzaba a comprender qué podían significar. En una esquina, sintió que se quebraba y que el llanto afloraba. Paró en seco y se sacó los anteojos, sujetándose la conjuntiva. “Debo llegar a casa”, pensó acongojada. “Quizá allí, todo termine. Debe ser el stress por ese call de mierda”. Pero las voces no cesaban y cada vez se ponían más virulentas. De pronto, se oyó una frenada y un choque y su corazón y su cuerpo se sobresaltaron. Lágrimas de confusión y de dolor, salieron al fin.
Pese a todo, siguió caminando. Dos cuadras después se lo cruzó.
Era un hombre grandote, de tez oscura y vestido muy humildemente. Llevaba los ojos cansados y se veía muy preocupado, al punto de la desesperación.
-Señorita- la interceptó.
-Señorita, necesito que me ayude. Tengo a mis hijas, son siamesas. Valentina y Josefina, están unidas por el pecho. Si las separan, una de ellas puede morir.
El hombre miró hacia arriba. Rocío estaba acongojada.
-Yo sé que hay gente buena que me la manda Dios. Soy del interior, acá en la ciudad todos te quieren embromar, hay mucha gente a la que no le importa nada. Yo estoy sin trabajo y sin plata. Estuve durmiendo en la plaza y en la terminal, no puedo volver a mi pueblo, necesito que me ayude con lo que pueda.
-Sí, lo entiendo- dijo Rocío, que estaba nuevamente al borde de las lágrimas.
-Vengo de hablar en la radio, sé que pueden ayudarme, que hay gente buena, que me la manda Dios. Estoy sin dormir, estoy desesperado- dijo casi quebrándose.
-Puede morir una de ellas- se llevó la mano a la boca, parando el llanto.
Rocío sacó de su bolsillo treinta pesos y se los acercó.
-No tengo más que esto. El resto es para terminar la semana.
-¿No tendrá cinco pesos más? Necesito treinta y cinco para el pasaje… ¡Cómo no encuentro cien pesos en la calle!
-No puedo darle más… Discúlpeme.
-Gracias. Que Dios la bendiga- dijo el hombre mirando para otro lado.
A Rocío le pareció que se había enojado o algo por el estilo, pero ambos siguieron su camino.
Cuando llegó a su departamento, se dejó caer en una silla. El Negro se le acercó, maulló de felicidad y se frotó contra sus piernas, estirando la cola como en un calambre.
-Hola Negro.
Oyó que las voces no amainaban. Estaba exhausta. Pensó en el hombre, se veía tan triste, tan desesperado. ¿Había querido timarla o era cierta la historia de sus hijas? Trató de reconstruir la escena. No. Parecía real su desesperación. De lo contrario, le hubiera arrebatado los billetes (todos) y se hubiera dado a la fuga. Pensó en las siamesas y un dolor extraño le paralizó la garganta. El Negro subió a la silla de al lado, y desde ahí, saltó sobre su regazo. La miró unos segundos y luego se hizo un nudo.
-Pasan cosas raras, ¿verdad Negro? No te imaginás cómo te quiero y lo feliz que me hace que estés conmigo.
El Negro jugueteó con su mano, que no paraba de acariciarlo. Luego se puso patas arriba.
-Te quiero, Negro. ¿Qué está pasando? Tengo mucho miedo…- sus ojos se llenaron de lágrimas. Se sacó los anteojos y lloró un buen rato tapándose la cara. El Negro se incorporó y se quedó mirándola.
Una voz, no supo Rocío de dónde venía, le dijo:
-Hay mucho dolor en el mundo, Rocío, ¿no es cierto?
Rocío, anegada en llanto, contestó en voz alta que sí, que había mucho dolor en el mundo y que le dolía mucho ese dolor.
-Me hace mierda- dijo con palabras entrecortadas.
-Me hace mierda.
-No hay que estar triste- dijo la voz.
-La realidad es modificable, aunque no a corto plazo. ¿Te gustaría ser doctora?
-¿Doctora?
-Sí. Y ya dejar esa carrera que no te gusta y que no te conduce a nada.
-¡Pero me gustaría enseñar!
-Es una carrera vacía para tu vida y para tus necesidades. Vos necesitás más, mucho más. Vos merecés más.
-¿Quién es? ¿Qué me pasa? ¡Tengo miedo!
El Negro volvió a hacerse un nudo en su falda. La voz se calló y las demás seguían, aunque ya no tan virulentas.
Rocío puso al Negro en el suelo y se levantó, más tranquila.
Fue al baño y se lavó la cara. Decidió darse una ducha.
Mientras esperaba que saliera el agua caliente, comenzó a pensar, casi obsesivamente, en lo que acababa de pasar.
Había leído, hacía unos meses, sobre la esquizofrenia. A veces se manifestaba con voces que llegaban a dominar la mente del enfermo y lo poseían. Le indicaban qué debía hacer (muchos eran planes macabros, como asesinatos de personas o animales) y qué camino tomar. El enfermo, era totalmente pasivo frente a los designios de la enfermedad, pues no podía más que seguir ciegamente estas órdenes, muchas veces creyendo que una fuerza superior (como Dios) lo conducía.
Debajo del agua, cerró los ojos. Debía consultar a un especialista.
-¿Se me habrá hecho una esquizofrenia?
Había leído también que la enfermedad aparecía sobre todo en gente joven. Rastreó en su familia: no había casos, que supiera.
-Pero, ¿en qué momento? ¿Y por qué?
Suspiró.
-No. Estoy sana. La voz era real… Claro, es lo que piensan todos.
Sin embargo era tan palpable, tan cierto. Parecía… telepatía. ¡Exacto! ¡Tenía telepatía con alguien! Pero, ¿con quién? Una oleada de alivio la sacudió por dentro. ¡Telepatía! Sí, eso debía ser. Había leído sobre eso. La telepatina, planta que preparada como té, hacía que a la persona que la tomara, se le expandiera la conciencia y pudiera comunicarse con otra sin siquiera abrir la boca. Pero, ¿qué telepatina había probado ella? Pues, ninguna. ¿Había otras formas de expandir la conciencia?
-No estoy loca. Soy muy inteligente. No estoy loca.
De todas maneras, tenía que hablarlo con alguien. No podía ser la gente del trabajo, ni su madre, por ejemplo. Se asustarían. Un facultativo, quizá. Pero debía ser especial. Con experiencia en el tema de la telepatía. O de la poesía.
-Qué jodido, ¿a dónde voy a encontrar a alguien así?
Resolvió irse a dormir, aunque era demasiado temprano. Tenía algo de hambre, así que comió unas galletas de agua antes de lavarse los dientes. Puso un poco de alimento en el platito del Negro, que maullaba de un lado a otro de la habitación.
-¿Qué pasa, mi amor? ¡Te quiero un montón!
El Negro se frotó contra sus piernas, estirando una vez más la cola, como en un calambre de placer. Lo acarició mientras comía, pensando que era un animal de veras bello y que se sentía realmente afortunada de tenerlo con ella.
Se lavó los dientes tratando de ya no pensar, pero las ideas la asaltaban. Puso su disco preferido y se acostó. El Negro se subió a la cama, después de unos minutos, y se hizo un nudo a sus pies. Cuando Lennon gritaba “Sí, me siento solo. Me quiero morir”, siempre se sentía identificada. Pero esa tarde, entre la confusión, el disloque y la preocupación, se sintió extrañamente aliviada.
-No quiero morir- dijo en voz alta.
-No quiero morir más.
III
LLENO DE VIDA HOY.
Lleno de vida hoy, a vos, que me estás leyendo, te intercepto.
No mueras en esta jungla, no te dejes morir.
Que la sangre de las heridas no te ahogue.
Que el dolor no te ciegue los pasos.
Que la agonía te pase de largo.
Que este abismo, en el que estamos todos solos (a no dudarlo), te sirva para crear lazos de solidaridad, de camaradería.
Que este vía crucis te encuentre con tu cruz a la espalda, la mirada altiva y digna, paso a paso, amando la vida.
Amor.
Amor es la respuesta.
Amor.
Amor es la respuesta.
En el fondo, en lo más recóndito de tu conciencia, lo sabés.
Extiende tu brazo.
Hay algo más, aparte del odio, la mentira, la traición.
Hay algo más, aparte de vos.
La gente. Pequeña, mediocre, sabihonda. Con su alegría, con su miseria, con sus moneditas (contadas) de felicidad. Con sus luchas cotidianas frente a la burocracia, frente a la desidia del poder. Frente al hartazgo de una vida demasiado pesada y violenta.
Hay mucho más.
Amor es la respuesta.
Es difícil.
Pero siempre, siempre, es todo lo que necesitás.
AMOR.
IV
-¿Es la primera vez que consulta a un psiquiatra?
Rocío se sentía incómoda. En medio de todo ese lujo, el barrio, el precio de la consulta. Era un escándalo.
-Sí- contestó acomodándose en el sillón.
-¿Alguien en su familia tiene trastornos mentales?
-No, que yo sepa.
-¿Cuál es el motivo de la consulta?
Rocío calló unos segundos. Examinó la cara del psiquiatra: llevaba los anteojos en la punta de la nariz, y por encima de ellos, la miraba. No. No la miraba. La escrutaba. Parecía querer, a simple vista, sacarle el corazón con las manos. Sus ojos eran duros y el tono de su voz, inquisidor. Como seguía mirándola con cara de piedra, Rocío se inquietó y entendió que debía hablar de inmediato. Sin embargo, supo a ciencia cierta y antes de abrir la boca, que este psiquiatra no era el indicado.
Su voz temblaba cuando comenzó a hablar.
-Yo… yo… tuve unos cuantos episodios, unos raros episodios de lo que yo llamo alucinaciones sonoras. Escuché voces, en la calle. Voces de niños, de hombres y de mujeres.
-¿Y qué dicen esas voces?
-Muchas veces dicen “estás loca”, otras “venite conmigo”.
El psiquiatra frunció el ceño y anotó algo rápidamente en su libreta.
-¿”Venite conmigo”?
-Sí. Una vez dijeron “la santita”.
-¿Dijeron? ¿Son muchas voces? ¿Puede distinguirlas?
-No puedo individualizarlas, pero son muchas. Como ya dije, a veces son de hombre, otras de mujer y otras, de niño o de niña.
El psiquiatra la miró en silencio y anotó algo más.
-Por lo que me dice, me atrevo a diagnosticar una esquizofrenia naciente.
Rocío se aferró al sillón con fuerza.
-¿Esquizofrenia? Pero no puede ser… Yo no estoy loca.
-No se trata de locura. Esto es una enfermedad que se modera con medicación. Lamentablemente no hay cura, me temo.
-Yo pensé mucho en esto. Y estuve leyendo, también. ¿Habrá alguna posibilidad de que sea telepatía?
El médico se levantó los lentes con un dedo y la miró de frente.
-¿Telepatía?
Lanzó una carcajada seca.
-Tendría que haber consultado con una vidente natural. Mire, yo soy médico, ¿me entiende? Formado en biología, física y química y no hay lugar en esa formación positivista y cientificista para algo tan descabellado como la telepatía. Yo creo que usted sufre un desorden a nivel químico en su cerebro. ¿Tiene grandes depresiones, seguidas de euforia y viceversa?
Rocío suspiró desalentada.
-Yo no estoy loca, doctor. Tengo telepatía con una voz que me dice que sea doctora.
-¿Una voz? Recién me habló de muchas voces.
-Escucho, a veces, una voz que me dice que sea doctora. Es una sola voz, entre medio de las demás voces, potente y dentro de mi cabeza. Sin embargo siento que es palpable… es… telepatía.
El psiquiatra se apretó la nariz con el pulgar y el índice de la mano derecha.
-¿Y usted piensa en eso? ¿En estudiar medicina?
-No se trata de estudiar medicina. Yo lo entiendo como algo metafórico- lo desafió Rocío.
-¿Y doctora en qué, sería usted? Sin un título no se puede curar.
Rocío se enfureció y el tono de su voz se elevó.
-La primera vez que me pasó lo de las voces, me crucé con un hombre que tenía a sus hijas siamesas internadas. Si las separaban, una de ellas podía morir. El hombre no tenía plata, ni siquiera tenía trabajo y había estado durmiendo en la calle y en la plaza porque no tenía dinero para volver a su pueblo. Me pidió dinero y se lo di. Quiero decir, lo ayudé, en lo que pude. Se veía realmente desesperado. Y no sólo por la falta de plata.
El médico achinó los ojos, como con bronca.
-¿Y usted cree que curar gente es ir repartiendo dinero a diestra y siniestra cuando un pobre se lo pide? Usted podría haber hecho algo contundente, por ejemplo, si fuera una experta cirujana y pudiera separar a las siamesas sin que ninguna muriera.
A Rocío, entre la bronca y la tristeza, se le había hecho un nudo en la garganta y los ojos se le pusieron vidriosos.
-Por supuesto que separarlas era algo contundente, pero la pobreza exige paños fríos y cuando alguien no tiene plata para comer, por ejemplo, pues es plata lo que necesita. Le recuerdo que estamos en medio de una aguda crisis capitalista mundial en la que el empleo no sobra.
El psiquiatra volvió a lanzar una risa, esta vez más seca y cínica que la anterior.
-En este mundo hay trabajo. Lo que faltan son brazos y piernas que quieran trabajar. Seguramente la timaron, señorita. Y en ese caso le recomiendo que se cuide de su ingenuidad.
Rocío se levantó de repente en medio de un ataque de furia. Sacó de su bolsillo los trescientos pesos de la consulta y se los extendió.
-Bueno. Creo que la sesión terminó, doctor.
-Le sugiero que se siente y se tranquilice. La sesión aun no ha terminado.
Temblando por los nervios, Rocío dejó el dinero sobre el sillón donde estaba sentada.
-Pues yo digo que sí.
-Rocío, usted tiene un problema y necesita medicación. Yo diría que urgentemente.
-Gracias, doctor. Usted no me convenció. No pienso seguir viniendo para que me diga mentiras. Y de derecha, encima.
Mientras bajaba por el ascensor, comenzaron. Y ya no la dejaron en toda la tarde.
Cuando abrió la puerta de su departamento, el Negro se le abalanzó, feliz de verla llegar.
-¡Hola, mi amor! Vengo enfurecida y algo alienada.
Lo levantó, abrazó y acarició. El Negro maullaba de alegría.
-Te quiero, Negro. ¿Por qué la vida es tan difícil? ¿No sería hermoso ser feliz, de una buena vez y para siempre? Rodeados de cachorritos, gatitos y siendo felices, nada más. Siendo felices.
El Negro abrió grandes los ojos y la miró. Sus pupilas se clavaron en las de Rocío y, por un momento, juntos, se transportaron a esa tierra idílica. Se encontraron en un campo, lleno de flores azules, rojas y blancas, con el pasto alto, verde y suave, y estaban allí, amándose, nada más. Alrededor había mucha gente, de todas las etnias, y todos se veían satisfechos y contentos. Eran felices. Vivían la verdadera vida.
-Sí, Negro. Pero la verdadera vida está ausente.
-La realidad es modificable- dijo la voz.
-Tengo miedo- dijo Rocío.
-Mucho miedo.
-La vida no es insoportable como pensás. Hay que tener muchos ovarios para enfrentarla, sin placebos. Vas bien, Rocío. No tanto miedo.
Rocío sintió que un ataque de llanto le nacía desde los pies. Sus nervios estaban quebrados. Se recostó y lloró un largo rato. Maldijo al cielo, a Dios, a la voz. Dijo que no quería vivir así, que no lo soportaba más, que prefería morir.
-¡Me voy a suicidar si seguís con esto! ¡Te odio, hijo de puta! ¡Te odio!- gritó entre lágrimas de dolor e impotencia.
-Ya pasa- dijo la voz.
-¡No pasa! ¡No pasa nada! ¡Te odio! Vos, con tu culo cómodo, no durarías ni un segundo en este mundo de mierda.
-Ya pasa- dijo nuevamente la voz.
Rocío hundió la cara en la almohada y al rato se quedó dormida, sumida en la amargura. El Negro, testigo mudo de su dolor, se hizo un nudo, esta vez en la cabecera de la cama.
IV
Ese año asistió a clases sólo una semana. El jueves, día en que finalizaba el cursado para ella, salió del aula indignada.
-No vengo más. Por Dios que no vengo más.
Se había tragado una clase de semiótica tan pesada que pensó, mientras la estaban dictando, que nada tenía sentido. Se sintió apesadumbrada, sin rumbo, demasiado deprimida. “No tiene sentido ver todo esto”, pensó. “Si lo que realmente quiero es escribir. Puedo escribir. Sé escribir. Aprender de memoria esta sartenada de boludeces no tiene ningún sentido. Al menos para mí. Tengo la fuerza, tengo la fe. Tengo algo que decir. Eso es lo más importante. No soy una improvisada. ¿Por qué no me largo?”
Se hundió en esas cavilaciones mientras comía galletas y armaba un cigarrillo en la puerta de la biblioteca.
“Tengo carácter. Si no fuera porque estoy tan deprimida… Y las voces… Mi vida no estaría tan mal. El miedo… Tengo que desterrar el miedo, como dijo la voz. Mejor no la llamo, a ver si se le ocurre venir”.
Apareció un perro callejero, lleno de sarna y le olió los pantalones. Era negro y en muchas partes se le veía la piel en carne viva. Se quedó mirándola.
-¿Tenés hambre?
Le acarició la cabeza despacio y el perro parpadeó tranquilo.
-¿Una galleta?
Dejó en el piso una y el perro la devoró. Cuando hubo terminado, se quedó mirándola de nuevo.
-¡Ey, nene! ¡Me vas a fundir!
Vació el contenido del paquete en el piso y el perro se abalanzó. Lo observó comer mientras fumaba. Después, entró en la biblioteca. Tenía una hora y media hasta la consulta con una psicóloga. A Rocío mucho no le convencía, aunque sólo de oídas, porque no la conocía. Pero ciertos rasgos que le comentó Pamela (la compañera de trabajo que se la había recomendado) le parecían livianos. Encendía sahumerios, te hacía descalzar y realizaba masajes en los pies, ponía música con ruido de ríos corriendo…
-¿Es New Age?- había preguntado Rocío.
-¿Cómo New Age?- había contestado Pamela consternada.
-No importa. Dame el teléfono y la dirección. ¿Cómo se llama?
-Graciela- contestó Pamela más aliviada.
Graciela tenía un incienso en la mano al momento de abrir la puerta.
-Adelante, Rocío. Te estaba esperando.
Rocío sonrió despacio: ya se sentía incómoda.
-¿Te gustaría descalzarte y sentarte en uno de esos almohadones?
La habitación tenía una mesa ratona de madera oscura y varios almohadones de colores en el piso. Pendían desde el techo, móviles de papel y tela, con lentejuelas y de colores chillones.
-Sí, claro- dijo Rocío sentándose en un almohadón y quitándose las zapatillas.
-Después de la sesión, te voy a hacer reflexología y vas a quedar como nueva. Muchas tensiones, ¿no Rocío?
-Sí. Un poco tensa por estos días.
-Es así. Uno de los flagelos de la vida moderna es que uno siempre anda apurado, sin tiempo y se pierde lo mejor que tiene la vida: la paz interior, que si uno la busca, está. Siempre hay paz interior, sólo hay que buscarla, con meditación, ejercicios…
Rocío cerró los ojos, decepcionada.
“Una hora al pedo y más plata tirada”.
Graciela puso el sahumerio en una especie de hada, con alas de seda blanca y lentejuelas lilas. Luego se descalzó y se sentó frente a Rocío.
-¿Está bien si me pongo acá? ¿O preferís que esté a tu lado o detrás tuyo?
-No, está bien. Al frente está bien- dijo Rocío con un hilo de voz, ya casi sin fuerzas.
De fondo sonaba un monótono canto gregoriano.
“Al menos no es un río corriendo”.
-¿Qué te trae a la consulta?
Rocío decidió no andar con preámbulos.
-Creo que tengo telepatía con alguien, pero no sé quién es.
Graciela abrió los ojos, con una visible falsa sorpresa.
-¿Telepatía? Los Rosacruces hablan de eso. ¿Vos creés en la telepatía?
-Antes no le daba bola, pero ahora lo creo. Yo no estoy loca y tengo una voz en la cabeza que me dice cosas. A veces le creo, a veces no.
-¿Qué te dice?
-También hay otras voces que son más despectivas, que me tratan mal y me hacen llorar.
-¿Llorás mucho, Rocío? ¿Estás muy angustiada? ¿Qué te dicen esas voces, que decís, son despectivas?
Rocío estaba agotada. Afuera, oyó que comenzaban.
-Ahora están comenzando, por ejemplo. Estoy desesperada, porque no sé qué quieren. A veces creo que quieren destruirme. A veces creo que me voy a volver loca.
-Por qué no cerrás los ojos y te relajás. Estirá las piernas que te voy a hacer unos masajes.
-No, Graciela. No son masajes lo que necesito. ¡Necesito a alguien que pueda ayudarme! ¿Es que nadie entiende? ¡Alguien que pueda ayudarme!
Graciela abrió los ojos, pero esta vez con susto.
-Mirá, Rocío. Yo te diría que vayas a ver a una profesional que conozco desde hace algunos años... ¿Vos tenés algo que ver con el arte? ¿Te gusta escribir o pintar, o algo por el estilo?
Rocío suspiró.
-Escribo.
-Perfecto. Tengo a la profesional indicada para vos, alguien que seguramente te va a poder ayudar. Se llama Liliana Maison. Es una mujer muy inteligente, es poetisa, se recibió de psiquiatra de grande. Anduvo de mochilera por todo el mundo, escribió varios libros, y uno sobre telepatía, justamente. Tiene una historia muy interesante. En este momento está en un congreso de poesía, en Perú. Vuelve en unas semanas.
Graciela se levantó. Buscó su celular y copió en un papel un teléfono.
-Este es el fijo de su oficina. No tiene celular. Llamá en dos semanas, a la mañana.
Le extendió el papel.
-Y por hoy, no te hagas drama. No me debés nada.
Rocío comenzó a llorar, sabiendo el vía crucis que le esperaba a la salida del consultorio. Mientras se ponía las medias y las zapatillas, Graciela la miraba seriamente.
-Te pido, por favor, que no dejes de llamar, Rocío. ¿Entendés lo que te digo?
Rocío se secó la cara con las manos.
-Sí, entiendo.
Graciela la abrazó.
-Mucha suerte.
Salió a la calle. El frío del otoño le caló los huesos.
-Vine desabrigada.
Cruzó los brazos y miró la vereda, mientras caminaba. De repente, apareció frente a ella. Era una mujer en camisón, con el cabello desgreñado y la cara desencajada. Se detuvo a un lado de la vereda y la miró. A pesar del miedo y la tensión con que pasó por delante, Rocío no movió el rostro ni un centímetro.
-Despertáte- le dijo en un susurro.
Dos cuadras después, las voces se fueron callando. Era la primera vez que pasaba; siempre seguían y seguían, hasta que ella se iba a dormir, y se dormía.
“Qué miedo”, pensó Rocío. “¿Qué me habrá querido decir?”.
V
-Pero si dejás la carrera, Rocío, ¿qué vas a hacer? ¿Vas a trabajar en ese call center toda la vida?
Su madre la increpaba con una expresión entre adusta e histérica. Siempre tenía la misma expresión cuando trataba de decirle a Rocío lo que, según ella, debía hacer con su vida.
-No me gusta más la facultad, mamá.
-¡Pero necesitás el título, caramba! ¿No me dijiste que querías enseñar? Bueno, no podés enseñar si no tenés el título.
Cuando decía la palabra “título”, extendía la palma en forma vertical, como si el “título”, fuera una pared, un apoyo, una seguridad.
-Mamá, ¿sabés a cuánta gente conozco con título que está sin trabajo? Tener un título, como están las cosas hoy, no te da seguridad de nada.
-¡Y bueno! ¡Si un título no te da seguridad, imagináte lo que es sin título! Vas a pasar por un montón de trabajos de mierda y al final no vas a hacer nada con tu vida.
-Quiero escribir.
-¿Y acaso el estudio de esa carrera no te apuntala para escribir? ¿No fue por eso que elegiste Letras?
-¡Pero la elegí hace muchos años! Ya no me dice nada positivo, no me llena, cómo te explico… En realidad, me desmotiva.
-¿Te desmotiva? Mirá querida, vos no fuiste nunca una persona motivada. Siempre tuve que renegar con vos para que te pusieras las pilas.
Rocío se pasó las manos por la cara. Aunque era sábado, ese día no trabajaba y se había levantado tarde, se sentía exhausta. Tenía la sensación de que la habían apaleado, y en su cabeza, tenía una pesadez casi imposible de aguantar; una especie de sopor que no la dejaba pensar con claridad.
-Quiero escribir, mamá.
-Pero, ¿vos escribiste con seriedad en algún momento de tu vida? Digo, a los 32 años es medio difícil que te pongas por primera vez y coseches éxito. Además, sin un título, ¿quién te va a querer publicar? Todos los escritores famosos son profesores en Universidades importantes.
-No todos, mamá. Algunos tienen muchos oficios antes de tener éxito, como Bolaño, por ejemplo. Y sí, mamá. Llevo doce años escribiendo.
Su madre miró la taza de café, como ofendida.
-Nunca me mostraste nada de lo que hacés, yo qué sé.
-Nunca te mostré nada porque vos siempre estás en otra. No creo que te interese lo que yo escribo.
-¿Cómo podés decir eso? ¡Yo siempre te apoyé!
-Sí, mamá, siempre. Como la vez que hicimos la revista con mis amigos y nunca la leíste.
-Bah! Era una revistita que nunca iba a llegar a nada. Te lo dije y así fue.
Rocío suspiró y bebió de un sorbo el café que le quedaba. Afuera, escuchó que comenzaban.
-Bueno, cambiemos de tema. ¿Vos cómo estás?
-No puedo cambiar de tema cuando se trata de tu futuro, hija. Me preocupa mucho tu decisión de no terminar la carrera. Seguíla. Te recibirás de grande si te cuesta. Pero un día, tenés el título, podés enseñar y podés escribir todo lo que quieras. ¿No te parece razonable?
El Negro salió de la habitación y se refregó contra las piernas de Rocío.
-Hola, mi amor.
Lo levantó en brazos y lo sentó sobre sus piernas.
-¿Para qué trajiste ese gato de la calle? Puede tener cualquier enfermedad, no sabés lo que puede tener.
Mientras tanto, Rocío escuchaba “Estás loca”, “No estás loca”, “Es el amor”, “Estás loca”, “No estás loca”. Una voz de mujer dijo de pronto “¡Soy Dios!”, y Rocío quedó preocupada, mirando por la ventana, al tiempo que no dejaba de acariciar al Negro.
-¡Rocío! ¿Me estás escuchando? Ese gato, te digo. ¿De dónde lo sacaste? Además es horrible, todo negro. Gato de mala suerte.
-¿El Negro? Es lo mejor que me pasó en lo que va del año. Es muy cariñoso, y muy bueno. No hay un gato igual, ¿cierto Negro?
El Negro maulló, como asintiendo. Contoneaba su cuello y su cabeza, como siguiendo el ritmo de las caricias.
-Yo estoy bien. Tu padre me llamó la otra noche. Es un caradura, ¿sabés lo que me quería contar? ¡Que tiene una novia nueva! Una pendeja de veintisiete años, ¿vos podés creer? Le dije: no me llamés más para contarme esas pelotudeces, porque…
Rocío miró de nuevo la ventana y trató de comprender.
“¿Quién era esa mujer? ¿Qué quiso decir? Juraría que soy la única que la vio. ¡Juraría! SOY la única que la vio”.
-¿Me entendés? Porque después soy yo la que lo consuela cuando…
“Despertáte”, reflexionó Rocío. “¿Qué debo hacer para despertarme?”
-¡Rocío! ¿No ves que te estoy hablando de cosas importantes? ¿No querías saber cómo estaba? ¿Qué hacés mirando por la ventana?
-Nada, mamá. Te estoy oyendo.
-¿No querés que vayamos al cine?
A veces no la soportaba, pero qué pena le daba su madre.
-¿Vos podés creer? Me está empezando a doler la cabeza.
-Mamá, sí quiero ir al cine con vos.
-Y bueno, nena, bañáte. No pensarás ir así vestida.
VI
Rocío salió de break. Aprovechó el momento para llamar a la Dra. Maison.
Se sentó en una de las sillas del patio, mientras a su alrededor, muchachos y muchachas fumaban, hablaban, tomaban algo o simplemente, escribían mensajes en sus celulares. Todos se veían agotados.
-Hola- dijo la voz del otro lado. Parecía una voz de ultratumba, rodeada de silencio.
-Hola… ¿con la Dra. Liliana Maison?
-Sí. Soy yo.
-Qué tal. Mi nombre es Rocío Dómina. Me dio su número la Licenciada Graciela Rodríguez. Yo quería sacar un turno con usted.
Hubo un silencio prolongado.
-En realidad, señorita Dómina, no estoy atendiendo pacientes desde hace un año y medio. Me estoy dedicando completamente a la poesía. ¿Qué le pasa, en concreto? Claro, si puede hablarlo por teléfono.
Rocío miró a su alrededor.
-Mire, estoy en el trabajo. En este momento no puedo hablarlo, es un tema muy delicado y muy íntimo. Me gustaría tener una entrevista y poder charlar.
Otro silencio.
-Aguárdeme un minuto.
Rocío tragó saliva.
-Tendría que ser para la semana que viene. ¿Usted podrá venir el martes 29 a las 18:30?
-Sí, me queda bien. ¿Dra. Maison?
-¿Sí?
-Gracias.
VII
Antes de golpear, Rocío alcanzó a escuchar las teclas de una máquina de escribir, que andaban a todo vapor. Golpeó. El sonido de las teclas cesó y escuchó una silla corriéndose. Al cabo de unos segundos, abrió la puerta.
Era una mujer muy delgada, vestida con camisa blanca y corbata y chaleco grises. Era cana, aunque con poco cabello. Sus ojos eran tranquilos y penetrantes, con un leve dejo de sufrimiento. Las comisuras de su boca, de labios muy finos, tenían sendos pliegues hacia abajo, lo que a Rocío le pareció una señal de amargura.
Se miraron por un momento, casi escrutándose, hasta que Rocío habló.
-¿Doctora Maison? Soy Rocío Dómina. Usted me dio un turno para hoy a esta hora.
-Adelante.
La oficina era pequeña, y se parecía más a la de una investigadora privada, que a la de una psiquiatra. Estaba atestada de papeles y libros en el piso y en tres armarios metálicos sin puerta. Había un perchero de pie, del que colgaban una capelina y un saco gris, y también una mesa, sobre la que descansaban la máquina de escribir y varios libros. Había dos sillas un poco desconchadas. No había ventanas.
-Siéntese Rocío.
Rocío se sentó, un poco fascinada por ese universo de papeles, libros y soledad. Antes de decir o escuchar una sola palabra, supo que no la defraudaría.
-Cuénteme la razón de su visita.
Rocío suspiró y tomó coraje.
-Hace aproximadamente dos meses y medio que vengo teniendo episodios de alucinaciones sonoras, voces que me dicen cosas peyorativas o que me confunden. Y hay una voz, una sola, que no tiene sonido, pero que está en mi cabeza, palpable.
-¿Qué dice la voz de su cabeza?
-Que sabe que estoy triste y desalentada, pero que la realidad es modificable, aunque no a corto plazo. Siempre dice eso: “Aunque no a corto plazo”. Una vez, me preguntó si quería ser doctora, en el sentido metafórico, es decir, no estudiar medicina o algo así.
La Dra. Maison la miraba seriamente, con una mano sosteniéndose el mentón. Rocío quedó en silencio, y cuando la médica iba a hablar, la interrumpió.
-¿Sabe? Yo no creo que sea esquizofrenia o alguna enfermedad mental. Yo creo que tengo telepatía con alguien, doctora. Telepatía con alguien que no sé, por supuesto, quién es. La voz en mi cabeza… es tan real. Cómo lo explico: no es un sucedáneo de mis pensamientos, realmente me habla, me pregunta y me contesta. Es algo que está más allá de mi voluntad. Antes de esto, yo no me daba cuenta de que pensaba, aunque pensara, era todo una masa amorfa, es decir, no había voz. Además, cuando habla, es tan… material.
Maison miró la mesa, como pensando, como rumiando lo que decir.
-Pasaron otras cosas, cosas extrañas, desde que oigo las voces.
-¿Qué clase de cosas extrañas?
-Gente pidiéndome ayuda… Antes no me pasaba…Y vi a una mujer. Una mujer que parecía muerta, en la calle. Cuando pasé al lado, me dijo: “Despertáte”.
-¿Consume drogas?
-No.
-¿Estuvo internada por esa u otra causa en alguna clínica psiquiátrica?
-No, nunca.
-¿Tuvo abortos?
-Uno, hace algunos meses.
-¿Coincidió con la llegada de las voces?
-No, fue mucho antes. Hace como un año.
-¿Sufre depresiones?
-Estoy deprimida y angustiada hace mucho tiempo. Creo que desde que mis padres se separaron, hace ocho años. Y el aborto… quiero decir, fue necesario, pero me dolió mucho. Sobre todo porque estuvo seguido de un abandono.
-¿Toma alguna medicación actualmente?
-No. Fumo mucho. Como veinte cigarrillos por día.
-El efecto de esa voz y de todas las voces que escucha, ¿es angustiante? ¿Le provoca ira?
-Sí… Me provocan ira y rechazo. A veces me largo a llorar con desesperación, en medio de la calle o en mi casa. Me dan miedo, me asustan. Además, después de los episodios de alucinaciones, quedo como varada en el desasosiego, confundida, no puedo enfocar los ojos, no puedo concentrarme. No me queda otra que tratar de tranquilizarme. Esto es muy extraño, no entiendo nada. La voz dice que voy bien, pero la verdad es que me siento torturada.
-¿Adónde trabaja?
-En un call center. Sé que eso me aliena, aunque estoy acostumbrada, hace tres años que trabajo ahí. Estudié Letras mucho tiempo, pero este año dejé. Siento que soy crónica. Eso es algo que la voz me dijo también, que esa carrera no me sirve.
-¿Y usted qué quiere hacer, Rocío?
A Rocío se le llenaron los ojos de lágrimas.
-Quiero escribir… es lo único que me da cierta tranquilidad. Y es lo que más me gusta. Cuando escribo me traslado a otro lugar, un lugar seguro, más allá de si es angustiante o no lo que estoy escribiendo. Este mundo no me gusta.
La Dra. Maison suspiró y sonrió.
-Escribir no es asunto nimio. Y es muy importante que usted tenga claro lo que le gusta hacer, no muchas personas lo saben, aunque parezca poco. En esta sociedad estamos acostumbrados a las imposiciones de todo tipo: carrera, familia, trabajo, una casa, un auto, votar cada cuatro años, un perro guardián… ¿Su familia la apoya en esta decisión?
-No, ciertamente no. Mi madre insiste con que termine esa carrera endemoniada y yo no puedo más, digo, hasta físicamente, ir a ese lugar. Me siento muy mal cuando estoy ahí. Por eso decidí, hace un mes, que no voy más. Grite o patalee mi madre o Cristo, ya no puedo sostener esa mentira. Ya me mentí lo suficiente a mí misma.
-¿Y su padre?
-Mi padre está muy ocupado buscando una novia tras otra. Creo que no le importo demasiado. Y él tampoco me importa demasiado a mí. Además, es muy raro que hablemos.
-Rocío, vamos a tomarnos con calma lo de la telepatía.
-¡Pero yo no estoy loca! ¿Usted cree que es esquizofrenia?
-Yo no voy a juzgarla, ni a darle un diagnóstico en la primera entrevista. Por otro lado, tener esquizofrenia o algún trastorno de tipo mental, no es estar loco. Locos están los que matan focas con una azada, por ejemplo. Lo único que puedo decirle, es que la telepatía existe. Sólo personas con alto grado de percepción, provocado o innato, pueden ser receptores. Y le digo más, hay estudios donde se investigó entre los pacientes con esquizofrenia o trastorno maníaco depresivo, y se concluyó que son altamente receptivos a la telepatía y a las manifestaciones extrasensoriales. De alguna manera, esa especie de división en la estructura psíquica, contribuye a la percepción. Sin embargo, en su caso, hay lugar para la ambigüedad. Las voces, al igual que la mujer que vio, pueden ser efecto de un desequilibrio químico que se está dando en su cerebro. Le repito, no descarto la posibilidad de la telepatía ni de las apariciones. Le voy a decir algo: durante buena parte de mi vida, me dediqué a estudiar sobre estos temas. Tenga completa seguridad, tanto de que la telepatía existe, como de que convivimos con espíritus. Pero debemos tomarlo con pinzas. No es un asunto fácil de digerir ni de sobrellevar. Usted es joven, ha tenido una experiencia traumática hace poco, y el dolor que la acompaña puede causar un stress especial, un stress llamado postraumático. El call center, por ejemplo, es algo muy negativo. Muy negativo. Yo le aconsejaría que vaya, de a poco, buscando otro trabajo. Sé que este, no es el mejor momento para dejar un trabajo, pero su salud está sobre todo. No le digo que renuncie ya, pero vaya teniendo en cuenta otra oportunidad laboral, dejando currículums. Busque hacer otra cosa, más sana.
Rocío asintió.
-Sé que me hace mal y pienso siempre en irme, pero por alguna extraña razón, me quedo. No sé si es comodidad, o si tengo miedo. Creo que trabajar en un lugar así, te socava la autoestima. A veces pienso que no puedo trabajar en otro lugar que no sea ése, o que no sirvo para otra cosa- dijo con voz entrecortada.
-¿Tiene pensamientos suicidas?
Rocío se tapó la cara con las manos y comenzó a llorar. Era un llanto silencioso, que denotaba desesperación e impotencia.
-Sí… A veces pienso en terminar con todo. Sólo que no sé bien con qué y tengo miedo de fallar… Estoy muy confundida… Muy confundida, doctora, no sé muy bien qué es lo que debo hacer.
Maison entrelazó los dedos de las manos, apoyando los codos en la mesa. Miró hacia uno de los armarios, que estaba ubicado detrás de Rocío.
-¿Sabe leer en inglés?
Rocío se secó la cara con las manos. Asintió.
-Con diccionario sé leer muy bien.
La médica se levantó y buscó un libro que parecía bastante baqueteado. Tenía unas hojas despegadas que salían por el borde. Se lo alcanzó.
-Léalo. Trate de tranquilizarse. Busque otro trabajo. ¿Está escribiendo algo en especial actualmente?
-Estoy escribiendo una novela, mi tercera novela. Es decir, la primera. Las otras fueron sólo ensayos fallidos. A veces, también, escribo poesía.
-Le sugiero que, a su vez, empiece un diario y lo complete como un trabajo más. Puede ser un diario de tres entradas donde consten percepciones sonoras, visuales y, por ahora, lo llamaremos así, telepáticas. Debo decirle, Rocío, que yo también escribo y que concibo esta tarea más allá de la ganancia material o del reconocimiento social. Para mí, escribir es una misión, una misión casi sagrada. ¿Conoce la carta del vidente?
-“Y si ante los otros aparece como la gran enferma, la gran descarriada, ¡ella las habrá tenido! Otras trabajadoras vendrán. Se desplomarán sobre los horizontes que ella divisó”.
Se sonrieron, cómplices.
VIII
-¡Pero Rocío, si dejás el call center para repartir volantes, vas a tener que dejar el departamento! Acá no podés vivir, nos llevamos mal.
-¡Pero mamá! ¡Hasta la médica me dijo que tengo que dejar ese call de mierda! ¿No entendés que es nocivo para mi salud mental?
-Mirá hija, yo sé que tenés una enfermedad, que estás enferma, pero eso no justifica que dejes tu trabajo… ¡Dejaste la carrera, ahora dejás el trabajo! A lo mejor ya podés pedir un ascenso, pasás a supervisora. Si hace como cuatro años que trabajás ahí. Es más, yo no entiendo cómo no te dieron ya el ascenso.
Rocío tragó saliva y apretó las muelas.
-Es que vos… querida, ya sé lo que habrás hecho: te habrás quedado dormida, habrás llegado tarde. Algo habrás hecho mal, seguro. ¡Le pongo la firma!
-Mamá, no pongas firmas donde no hay que ponerlas. Nunca llegué tarde, nunca me quedé dormida… Voy a dejar el call y voy a repartir volantes, mamá. Y si tengo que dejar el departamento, lo dejo. No te hagás problema, que a esta casa no voy a venir a vivir. Ya sé que nos llevamos mal.
-¡Ahora te hacés la víctima! Siempre lo mismo… ¿Sabés a quién me hacés acordar?
-Sí, ya sé. “A tu abuela”.
-Sos igual a tu abuela. Yo no sé.
-Será porque la abuela prácticamente me crió.
-¿Otra vez vas a empezar con lo de tu abuela? ¡Hasta cuándo, Rocío! ¡Hasta cuándo me vas a echar la culpa de que te dejé con tu abuela!
-A la culpa la tenés vos. A mí sólo me molesta que siempre me compares con la abuela.
-¡Y si sos igual! ¡Igual! ¡Calcada!
-Mirá mamá, yo me voy. La charla desencadenó en lo que desencadena siempre: tu culpa.
-¿Culpa de qué tengo yo? ¡Ahora estás hecha toda una leguleya porque vas a la psiquiatra! ¿Sabés qué? ¡Ni la psiquiatra te va a atender sin guita! ¡Vas a perder todo y te vas a quedar sola con ese gato de mierda que es el único que te puede hacer compañía! ¡Y te digo más! ¡No vuelvas a esta casa, Rocío! ¡Desde hoy estás muerta y enterrada para mí!
Rocío, que ya estaba de espaldas, y con la mano en el picaporte de la puerta, se dio media vuelta, entre aturdida y triste. Afuera, oyó que comenzaban.
-Mirá mamá. Si la psiquiatra no me atiende, siempre quedan los hospitales públicos. ¿Y sabés qué? No vivir en un departamento, no es lo peor que te puede pasar. Y sí, el Negro es un gran amigo.
-¡Andáte a la mierda, Rocío!- gritó Ester mientras Rocío daba un portazo.
IX
Ni qué decir que la primera semana, Rocío debió ajustar los gastos. $35 por día, sumaban un total de $700 al mes. Rocío tenía algún dinero ahorrado y con él, rescindió contrato. Vendió los muebles a una compra y venta y se mudó a una pensión en la que pagaba $450 por mes, compartiendo con dos chicas más la habitación. Le había tocado la cucheta y se reían todas juntas cuando tenía que arrimar una silla para subirse. El Negro fue bienvenido pero en el patio. Era una casa bastante grande, con un lindo patio, en un barrio apartado e inseguro. Para ahorrar en colectivos, Rocío se levantaba dos horas y media antes. Así que a las seis treinta ya estaba arriba, le daba de comer al Negro, se duchaba, tomaba un té con un bollo de pan y salía. Se sentía feliz. LIBRE. Ya no tenía esas disquisiciones que terminaban en pelea con su madre. A decir verdad, estaba harta de su familia. Bastante harta, y esa distancia, que presumía para siempre, la aliviaba. La aliviaba tanto, que hasta había vendido el celular, por un posible “llamado afectuoso después de la tormenta” de su madre, o un imposible “llamado” de su padre.
-¡Que se termine!- gritó un sábado por la mañana y se dirigió a un localucho de la avenida Colón y lo vendió.
Apenas le pagaron $50. Salió un poco indignada, pero pensó que pronto, los especuladores también se ahogarían en las aguas del diluvio infinito mandado por Dios desde lo Alto.
-Espero que Noé me lleve como cronista- dijo en voz alta, sonriendo.
Ahorraba cada centavo que podía y hasta dejó de fumar sus veinte cigarrillos por día. Ahora fumaba diez y se sentía más relajada.
Repartía volantes desde las nueve de la mañana, hasta las diecinueve treinta de la tarde, con una hora para almorzar, a eso de las trece. El supervisor les daba la módica suma de cinco pesos para que se compraran “un sándwich”. Cuando por fin estaba de vuelta, a eso de las veintidós (porque siempre se quedaba más o menos una hora, dando vueltas por el centro de la ciudad), llegaba exhausta. Así y todo, se entretenía escribiendo una hora más. Iba por la mitad de una novela de ciencia ficción, bastante estúpida, no se le escapaba, pero que apuntaba a la parodia, exactamente. Se trataba de la historia de un dictador mundial que tenía que enfrentarse a los extraterrestres, y hacer alianzas para conservar el poder. Los extraterrestres, de una superioridad intelectual y moral inigualable, al ver lo que el dictador provocaba en el mundo, lo castigaban. Y cuando se divertían, lo manejaban telepáticamente, haciéndole comer sus propias heces. Al asunto de la telepatía, lo había agregado, finalmente, a raíz de sus propias vivencias. Y seguía con la teoría de que el único destructor de la raza humana, por lo menos hasta ahora, era el mismísimo hombre.
En efecto, la Dra. Maison no pudo seguir atendiéndola. Pero Rocío no se ofendió. Y como pasaba el día, de lunes a viernes, repartiendo volantes, tampoco pudo sacar un turno en un hospital público. Sin embargo, y a raíz de la nueva vida, hubo un cambio en sus proyecciones. Comenzó a llevarse bien con la voz, a no insultarlo y a dejar de tener los arranques de furia ciega cuando la cosa se le hacía insoportable. Además, ya no tenía tiempo, salvo los fines de semana. Pero los usaba para escribir y salir a la plaza. Amaba, por ejemplo, el parque Sarmiento, en el que rodeada de familias, tomaba unos mates con Alejandra, una de sus compañeras de habitación.
Alejandra, al parecer de Rocío, había tenido una vida muy dura. Era de Santiago del Estero, estaba terminando el secundario y trabajaba como niñera y “muchacha que limpia” en una casa donde, según también el parecer de Rocío, era todos unos idiotas prepotentes. Alejandra se había separado del padre de sus hijos, otrora esposo violador y tenía cinco hijos. Contaba con sólo veintidós años, era regordeta, con un rostro aniñado y bonito, y tenía una voz alegre y una tonada pegadiza. Se divertían mucho juntas.
Un día, Rocío le contó lo del aborto.
-Son unos hijos de puta. Por eso, amiga, es tan difícil encontrar a un hombre bueno.
-Vos sabés que con el correr del tiempo, me arrepentí. Yo siempre pensé que tener un hijo era perder la libertad, porque eso era lo que decía siempre mi madre. Ahora, me gustaría tener un hijo.
-Sí. Pero tenés que tener cuidado con el hombre que elijas. No te apurés. Y tenés que tener tu plata, aunque sea poca. A mí, mi marido, no me dejaba trabajar. A veces, no me dejaba ni hablar, ni retar a los chicos. Hay que tener cuidado.
-¿Los extrañás?
-Sí, en el fondo, sí. Pero si vos me preguntás si yo volvería con ese tipo, ¡ni loca! Y si el precio es ver a mis hijos cada tanto, entonces lo pago.
Alejandra se miró las manos.
-Mirá Rocío, a la mayoría de los hijos no los quise tener. Ni al primero. El tipo se… sobrepasaba, ¿me entendés? Nunca usaba preservativo, no quería que yo tomara las pastillas… qué sé yo. Me ponía la pata encima todo el tiempo.
-Es difícil vivir, Ale.
-Decímelo a mí, amiga.
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