jueves, 3 de julio de 2014

La eternidad. Eloisa Guerra. 2014.

La eternidad Cuando lleguemos al puerto, Niña, verás Un abanico de nácar Que brilla sobre el mar. I Me crió mi abuela. Cuando era chico, mi padre me abandonó con mi madre en una pieza de pensión. Vivimos allí hasta que se terminaron los ahorros. Entonces, mi madre dijo: -Volveremos con tu abuela. Pero mi abuela no quería a mi madre. En cambio a mí, me adoraba. Después de meses de interminables peleas, mi madre llenó un bolso con ropa y tres libros. Me tomó por los hombros, con el rostro compungido pero serio, y me dijo que tenía que ser fuerte. Al otro día, cuando me levanté, ya no estaba. Mi abuela la maldijo y nunca más hablamos de ella. Algunas noches, yo lloraba pensando en mi madre. La extrañaba tanto, que sentía en los huesos, en la carne, en los músculos, el dolor de su ausencia. Y era un dolor persistente. Como no podía hablar con nadie sobre eso, comencé a escribir cartas dirigidas a mi madre, donde quiera que estuviese. Después, las leía repetidas veces y borraba adjetivos, tachaba frases, acomodaba palabras buscando, lo supe con el tiempo, el ritmo de la narración. Mi abuela me inscribió en el primer grado. Yo era un chico solitario. Leía y escribía muy bien, aunque era flojo en matemáticas. Cuando el año finalizó, las maestras le propusieron a mi abuela pasarme a tercer grado. Mi abuela se opuso enérgicamente. -¡Perderá a sus amigos! Pero yo no tenía amigos, aunque no sé si lo sabía. Según ella, yo le daba mucho trabajo. Siempre decía que me quería y que yo iba a ser un gran hombre: honrado y trabajador como mi abuelo. Que me casaría con una mujer hermosa y tendría hermosos bisnietos. Seguía escribiendo mis cartas y empecé a incursionar con cuentos. Contaba una historia, generalmente sobre superhéroes con poderes, que luchaban contra villanos que querían destruir el mundo. A los doce años, empecé a fumar marihuana con dos muchachones de quince que me tenían de pelele. Uno de ellos me violó una noche de verano. Estábamos los tres sentados en el cordón de la vereda de una plaza. Pedro dijo que se iba, que debía levantarse temprano al otro día. No sé por qué (y con el correr de los años, la certeza se agranda), en ese momento me pareció que estaban de acuerdo. Darío me dijo que fuéramos a su casa, que tenía buena marihuana y que la quería probar conmigo, a solas. Pensé que Pedro se enojaría, pero de todas maneras fui. La casa estaba vacía. Las paredes de la cocina estaban descascaradas y sólo había una mesa con tres sillas. Fumamos en silencio. A los cinco minutos, me di cuenta de que el porro estaba fuerte y sentí pánico. Me puse a correr por la habitación, riendo y llorando como un niño pequeño. Darío se incorporó, me tomó del brazo con firmeza y dijo: -Vamos a la pieza. No quise y forcejeamos. Forcejeamos tanto, que sus dedos quedaron marcados en mis brazos por varios días. Una tarde, mi abuela me preguntó que me había pasado. Le dije que habían intentado robarme. Ella me miró con desconfianza, pero no dijo nada. Yo, me encerré en el baño, y lloré. Después de aquel incidente dejé de juntarme con Pedro y Darío. La sola idea de estar cerca de ellos, me hacía sentir terror. En el secundario seguí siendo un buen alumno. A los dieciséis, compuse mi primera novela. Era un pasquín sobre un chico deportista que escribía cartas a sus fanáticas, y un buen día, encontraba el amor. Me sentía triste todo el tiempo. No sabía qué hacer con mi vida. Comprendía que todavía estaba contenido en el colegio, pero que pronto se abría un camino extenso e incierto, lleno de incertidumbre. Quizá por mi pasado de abandono, cargaba una gran inseguridad y no me llevaba bien conmigo mismo. -Vas a estudiar Medicina- sentenció mi abuela. Pero después del primer año, abandoné. Mi abuela se decepcionó mucho. A mí no me importó, y por primera vez, después de muchos años mordiéndome la lengua, le contesté. -Quiero ser escritor. -¿Escritor? -Es lo único que sé hacer. Pese a mis miedos, no se opuso. Ya tenía setenta y nueve años y el cuerpo encorvado. Me di cuenta de que me seguía adorando. Empecé a escribir en un diario casi desconocido de la ciudad. Se mantenían con una gran cantidad de publicidades de la zona. Por lo demás, era medio pelo. No tenía calidad en el diseño ni en la información. Pero yo estaba contento. Me pagaban una pequeña suma por semana, y salía por las calles a cubrir eventos culturales, choques y manifestaciones. En una de ellas, entrevisté a una muchacha rubia, Viviana, que se convirtió en mi primer amor. Pero lo cierto era que yo estaba encerrado en mi burbuja, entre Kafka, Cervantes y mi querido Machado. No me importaba nada más que hacer carrera y convertirme en un escritor de fama. Soñaba con grandes editoriales, fotos en las tapas de las revistas especializadas, traducciones a varios idiomas, adelantos, contratos. Cuando mi abuela murió, a mediados de ese año, no lo tomé como una tragedia, pero estremeció mi fibra íntima verme completamente solo. Mi tío se hizo cargo de la venta de la casa y me dio la mitad del dinero. Yo, decidí irme del país. Cuando desembarqué en España, con mi mochila y mis zapatillas rotas, sentí un alivio tan grande que no pude menos que sonreír. No me quedé en la capital porque me abrumaban demasiado todos esos autos, la cantidad de gente y el ruido. El ruido sobre todo. Necesitaba paz. Me fui a una pequeña ciudad a varios kilómetros de allí, que tenía una hermosa vista al mar. Bajé del tren al atardecer y lo primero que hice fue ir a la playa. Me descalcé y metí los pies en el mar. Pensé en mi abuela y en todo lo que a esa altura, creí que pertenecía al pasado. Hasta pensé en mi madre, en el silencio que dejó en la casa la mañana que se fue. -Debo volver a empezar- dije en voz alta. Esa noche, me relajé en la pieza de un hostel. Por alguna mágica razón, no me sentía afligido. Era como si todo el dolor hubiese quedado en mi país. II Puse una pequeña tienda de discos. Los primeros en acercarse fueron los adictos del pueblo. Llegaban con sus caras macilentas, adelgazados y tristes y recorrían el local con avidez, pasando las cajas de CD’s y los vinilos. Luego me miraban, escrutándome, y se iban. También llegó Manuel, que se convirtió en el primer y único amigo que tuve en ese pueblo. Buscaba el primer disco de la Velvet Underground y yo lo tenía. Nos quedamos largo rato hablando de Lou Reed, Andy Warhol y Valery Solanas. Concluimos en que Warhol había sido un gran hijo de puta pero que, por supuesto, no merecía la balacera que le pegó la Solanas. Manuel me contó que sus padres los habían echado de Madrid. -Vine a parar aquí. Me gusta aquí. Trabajo en la construcción y no me falta nada. ¿Sabes? Tengo hasta segundo año de Ingeniería. Pero no era para mí. Yo quiero ser libre. Amo la libertad. -Yo quería ser escritor- le dije. -Tener fama y plata. Pero ya no sé lo que quiero. O mejor dicho: si sé. Quiero estar tranquilo. Creo que este es un buen lugar. III Manuel quiso leer lo que yo escribía. -No soy un gran lector, pero creo que esto está bueno. Deberías buscar un editor. Le dije que ya no se buscaban editores, que ahora todo se hacía a través de agentes que te contactaban con las editoriales. -¿Y por qué no buscas uno? No le contesté. En el fondo, estaba cómodo con la tienda de discos. Hacía un año que descansaba en ese pueblo y no tenía ganas de preocuparme por nada. Me daba miedo que me rechazaran, sentirme triste o desesperado. No sé. Pese a eso, y alentado por Manuel, comencé a escribir nuevamente. Ni siquiera me había dado cuenta de que lo extrañaba. Pensé que, como le había dicho a mi abuela, era lo único que sabía hacer. La tienda andaba bien. Tenía una clientela más o menos fija y otra que fluctuaba, pero que de todas formas acudía. Todavía tenía algo de dinero ahorrado de la venta de la casa de mi abuela. Vivía en la misma tienda, por lo que no tenía que pagar un alquiler extra. Había puesto un biombo cerca del baño y dormía sobre un colchón en el piso. Comía una vez por día (el salón no tenía conexión de gas, ni siquiera podía colocar una garrafa), generalmente comida chatarra. En invierno me bañaba con agua fría e iba mucho al mar. Me sentía en paz, como encantado con los atardeceres, con las olas y las gaviotas que volaban pacíficas. Pensé en contactarme con algún diario para trabajar como freelance, pero desistí de la idea. Una tarde, mientras contemplaba el sol sobre el mar, acaso la eternidad, me asaltó la tristeza. Era una tristeza grave, pesada, una sensación de vacío que parecía socavar mi pecho. Había leído por ahí, que la obra de arte, es una forma de trascender ese vacío. Resolví que no debía tener ningún tipo de complejo por los abandonos que cargaba, o de lo contrario, iría a parar a un psicólogo. Cuando volví esa noche a la tienda, supe que escribiría una novela. Una novela en serio, que pudiera exorcizar los demonios que, según acababa de experimentar, seguían rondándome, mordiendo la oscuridad de mi alma. Abrí la puerta, encendí las luces y puse mi disco preferido para cuando estaba triste. Y mientras Curtis ladraba “Dance to the radio”, me sentí esperanzado por primera vez en mucho tiempo. IV Para el invierno siguiente tenía lista la novela. Estaba contento. Una tarde, Manuel me dijo que le habían ofrecido un trabajo en Barcelona. Iban a construir una torre y él tenía buenas referencias. -Necesito irme de aquí. La tranquilidad de este pueblo me cansó. Nos mantendremos en contacto. Le pregunté cuándo se iba. -En dos semanas. Cuando esté instalado, te mandaré la dirección. Puedes ir a visitarme. Dije que sí. Lo que yo no sabía, era que comenzaba una nueva etapa de mi vida. Después de un tiempo, que para mí fue breve, un agente literario de Madrid me contestó un mail. Decía que le había resultado amena la lectura de las primeras quince páginas de la novela, y que esperaba, a la vuelta de correo, el manuscrito completo. Mandé el manuscrito y esperé a que el agente contestara. Creo que, en el fondo, yo también quería cambiar de aires. Esperé dos meses la respuesta. Mientras tanto, me mordía las uñas y vendía discos. Me gustaba la tienda. Me había convertido en una especie de experto en música de rock, pese a no ser un fanático. Me apasionaban todas esas historias de borracheras, drogas, productores y canciones de rebeldía. Pero no entendía mucho cómo encajaba esa rebeldía anti-sistema con el mundo glamouroso, de limusinas y champagne fino del que se rodeaban las estrellas. Cuando el agente contestó por fin, me dijo que la novela era buena. Quería tener una entrevista conmigo, en Madrid, para hablar de contratos y editoriales. Viajé en el tren dos días después. V -La novela es buena. Creo que hay que ajustar algunas tuercas en algunos lugares puntuales. Pero la extensión es buena y está bien escrita. Por lo pronto, te hice lagunas notas para que las tengas en cuenta. Trabaja un poco en el manuscrito y mándamelo de nuevo. A continuación habló del contrato, de las modalidades y porcentajes. En resumidas cuentas, si la novela se convertía en un best-seller (y eso era lo que él creía), yo me haría rico. Decidí no hacerme demasiadas ilusiones y trabajar duro, como me lo había aconsejado. Cuando volví al pueblo, fui directo a la playa, tal como había hecho un par de años antes, al llegar a España. Observé el amanecer y el pecho se me oprimió. A los veinticuatro años, huérfano de padres y de patria, tenía un camino por delante como escritor. Me emocioné pensando en lo feliz que se hubiera puesto mi abuela. VI La novela fue todo un éxito. Cerré la tienda y con el adelanto, alquilé un departamento en Madrid. De repente, me vi yendo a conferencias, entrevistas y programas de televisión. Fue una especie de aluvión que yo no pude manejar. Eso duró aproximadamente un año. No había dudas de que la novela era buena, pero yo estaba extenuado. Después de la última gira de presentaciones y lecturas, le dije a mi agente que quería vacaciones. -Después de viajar a New York. La semana que viene partimos. Esa noche, volví al departamento desahuciado. Me sentía terriblemente solo, después de haber dicho toda la puta semana que estaba pasando por “mi mejor momento profesional y espiritual”. Me desplomé sobre el sofá y encendí el televisor. Estaban pasando un reality y dos mujeres se agarraban de los pelos. Cambié indignado y lo dejé en un canal de música. Recordé que me habían regalado marihuana en una de las fiestas a las que ahora asistía. La saqué de la heladera, bajé a comprar papel para armar y me armé uno. Me relajó un poco. En seguida comencé a tener un flujo de imágenes inconexas, como en una pesadilla y decidí escribir todo. Cuando acabó, me recosté en la cama y dormí. A la mañana siguiente, trabajé sobre las imágenes que había anotado la noche anterior. Surgieron poesías, o lo que yo creía que eran poesías. Pero no se lo mostré a mi agente. Ya estaba trabajando en mi segunda novela, que saldría el verano siguiente. New York estaba fría. Cuando aterrizamos, lo primero que hice fue comprarme un gorro de piel y un par de guantes. El programa era en vivo y el conductor era un pelado regordete que, según mi agente, sabía muchísimo sobre libros. El tipo comenzó burlándose de mí. Diciendo que era una ironía que la novela se hubiera traducido al inglés y que yo, en ese momento, tuviera un traductor al lado. -¿Qué te parece?- me espetó. -Nada- dije sin poder disimular mi desagrado. -¿Por qué crees que la novela es un éxito? -Porque es comercial y está bien escrita. -Cuéntame algo sobre tu niñez. -Una tortuga comiendo un durazno. Se le borró la sonrisa. -¿Te sientes incómodo? -Estoy harto- dije levantándome de la silla. Mi agente se encargó de decirme lo mal que me había comportado durante todo el viaje de vuelta. -Este tipo es muy influyente. Puede hacerte quedar como un idiota en el mundo entero. Yo miraba por la ventanilla del avión, sin hacerle caso. La mía, no había sido una acción deliberada. Sólo nació de mi stress. Mientras miraba las nubes, añoré el mar y la tienda de discos. Los diarios, al otro día, decían que nadie, nunca, se había atrevido a hacerle semejante desplante al conductor del programa sobre literatura más visto de los Estados Unidos. Por mi parte, me divertí un poco y seguí con mi nueva novela. Además, contraté a un detective privado para que rastreara a mi madre. Fui a ver a Manuel y lo noté distinto. -Parece que la vida te sonríe- dijo en tono resentido. -Me está yendo bien. Eso es todo. -Tío, eres el autor más leído por estos tiempos. -Creo que me lo merezco. Sonrió de costado. -Si es por el dinero, deberías seguir así. No conoces lo que es la pobreza. -Conozco otro tipo de calamidades. Son cosas que uno debe hacer. Yo no he cambiado. -Sí, por supuesto. Ahora sólo sales en revistas y en programas de televisión, en vez de atender una tienda de discos al lado de la playa. -Me alentaste a escribir de nuevo… -Y lo haría otra vez. Ahora debo irme. Puedes pasar en otro momento. Subí al auto bastante incómodo. VII La segunda novela vendió más aún que la primera y me posicionó, definitivamente, como el autor del momento. Compré una casa en la playa y un perro labrador. Era negro, fiel y cariñoso. Se acostaba conmigo en la cama y mirábamos televisión juntos. Se llamaba Polo. -Polo, ¿qué estás haciendo? ¿A dónde estás? Y ahí llegaba Polo con su gran cuerpo, chocándose con las sillas, a tirarse contra mis piernas. La casa era grande. Tenía un ventanal, que cubrían largas cortinas, cuya vista daba directo al mar. En el living tenía un equipo de música con bandeja para discos. Había desocupado el local y, en vez de vender el negocio, hice traer todos los discos a la casa de la playa. Tenía un gran despelote: CD`s y discos apilados en el piso, pero estaba contento. Las giras y presentaciones del segundo libro habían terminado así que me dispuse a descansar. Con Polo, jugábamos en la playa. A él le encantaba morder las olas y meterse hasta el cuello en el mar. Todas las tardes salía a correr, con Polo detrás, mientras el viento me abrazaba y el murmullo del agua me penetraba. Ese lugar me transportaba al pueblo de Gerona en el que había sido tan feliz. Me levantaba al mediodía y, a la noche, me quedaba hasta tarde escuchando música. Una mañana, me llamó el investigador. -Encontré a tu madre. Tragué saliva. -No te pongas nervioso. Está en Bolivia limpiando casas de familia. Se casó con un obrero de la construcción y tiene dos hijos. ¿Quieres que me contacte con ella? -¿Tenés la dirección de su casa? -Sí, claro. -Pasámela. Escribí a mi madre una larga carta, como en los viejos tiempos. Había pensado que sería fácil encontrarla y hablar, pero me había entrado pánico. Decidí que como la escritura era mi elemento, podía expresarle lo que sentía con más facilidad. Pero la carta costó. Me entraron los prejuicios y dudé sobre lo que debía ponerle. Concluí que ya no sabía quién era ella y que ella, por su parte, ya no sabía quién era yo. Creo que la misiva quedó fría. Una mañana de otoño fui con Polo al correo. Lo llevaba en la parte de atrás del auto, mientras él asomaba la cabeza por la ventanilla, feliz. Pagué emocionado. Hasta le conté la historia de mi infancia al empleado que me atendió. -Oiga, hombre, esa es una triste historia, debería escribirla. Espero que tenga mucha suerte. Mi madre nunca contestó. Después de mucha ilusión que se fue desgastando con los años, desistí. Dejé de pensar en su carta y de fantasear con su visita. Guardé el borrador de la carta que le había escrito y no volví a leerlo nunca. Me había abandonado otra vez. Comencé un equívoco romance con una modelo que, presumiblemente, se acercó a mí por el dinero. Y lo digo, porque insistía descaradamente para que le financiara sus proyectos de diseño de ropas. Lo hice por un tiempo, primero porque me gustaba tener sexo con ella y segundo, porque de alguna manera esquiva, creía en lo que ella hacía. Pero había algo más. A pesar del éxito, del dinero y de la casa en la playa, comencé a sentirme inseguro nuevamente. Como cuando era un adolescente, sentía que no tenía contención ni rumbo. Sabía que estaba solo y que toda la nube del escritor de best-sellers se terminaría. También sabía que tanto el agente como los editores me estaban exprimiendo. Temía que más temprano que tarde me pegaran una patada en el culo y que el mundo entero se olvidara de mí. Se lo comenté a mi novia. -No sé de qué te quejas. Yo daría un brazo por vivir como tú vives. -¿Pero no creés que es una maquinaria perversa? -Lo hubieras pensado antes. Quizá hubieras sido un escritor independiente, de ésos que no comen o tienen un trabajo de cualquier cosa, y venden sus libros en las ferias de las plazas. Fue tu elección. La tercera novela fue un rotundo fracaso. No supe si atribuirlo a mi creciente inseguridad o a que el mercado estaba saturado de mis libros. Traté de no desesperarme. Una mañana, llamé a la revista de rock más importante del país, dije quién era y pedí hablar con el editor. Cuando Miguel atendió, le expliqué que no sólo era escritor de best-sellers sino que, años atrás, había tenido una tienda de discos y poseía amplios conocimientos sobre la materia. Se quedó en silencio unos segundos y después me dijo que hiciera una nota de siete mil caracteres sobre una banda que estaba pegando bastante. Acepté y de inmediato me puse a trabajar. Tuve suerte. La nota no sólo se publicó, sino que me dieron un puesto de redactor. VIII Mi primera misión fue acompañar a García es un policía en su primera gira internacional. Era la banda del momento, la que yo había entrevistado para mi primer trabajo para la revista. Era una banda con mucha fuerza. Mezclaban el punk con el hardcore pero había, subyacente, algo tan pop, que los hacía parir un hit detrás de otro. Iban por su tercer disco y aunque uno pensara que la fórmula punk-hardcore se podía agotar en cualquier momento, se notaba de lejos que aun tenían mucha tela para cortar. Su frontman y cantante, una rubia teñida con algunos kilos de más, distaba mucho de lo que se espera de una estrella con glamour. Siempre vestía en forma desaliñada y, fumadora empedernida, gustaba de fumar mientras cantaba. Saltaba sobre el escenario, despidiendo un torrente de energía que hacía enloquecer a la gente. Corría de una punta a la otra, cuando el lugar se lo permitía y cuando tenía que cantar, no tenía voz. Pero eso a nadie le preocupaba. El resto de la banda era lo suficientemente sólida como para sacar de quicio si faltaba la letra. Diego García, el batero, a quien le debían el nombre (ya que había entrado a la academia de policía de Madrid en un momento jodido de su economía), golpeaba de una forma tan acompasada y fuerte que él solo hubiera podido grabar varios discos sin la ayuda de otros instrumentos. Teresa Quiñones era la encargada de los riffs y Marcelo Soto, un uruguayo exiliado, del bajo. Ambos eran tímidos y nada pretenciosos, pero no por eso, menos necesarios. Diana Clark (tal el seudónimo de la cantante) y el manager de la banda, Esteban “Rota” Cortina, fueron los primeros en llegar al aeropuerto esa mañana de verano. Hacía unos quince minutos que yo había llegado en taxi desde la casa de la playa. Había dejado a Polo con un ama de llaves cubana que encontré en los clasificados. Era una señora grandota, morena y demasiado afable. Temí que se convirtiera en Mr. Jeckill a mi partida. Polo se quedó llorando. Ya sabía yo que nos íbamos a extrañar mucho. Le pregunté a Diana si podíamos hablar unos minutos, mientras llegaban los demás y antes de que saliera el avión. El Rota se disculpó y dijo que se iba al bar a tomar un café. Diana me miró con mala cara. -¿Y qué quieres que te cuente?- dijo a la defensiva. -No sé, lo que quieras. Sobre tu vida, cómo te convertiste en una estrella. -No fue de un día para el otro, eso te lo puedo asegurar. -¿No? Me miró con el ceño fruncido. -La gente tiene aversión por los exitosos. Hay mucha envidia. Pero si reventamos, hacemos la delicia de todos, especialmente de ustedes, los periodistas. -Vengo en son de paz- dije sonriendo. -No te hagas el gracioso y pregúntame realmente lo que quieras preguntar. A quemarropa. Me irritan lo tibios. Señaló el bar. -Vamos a tomar un café. Nos sentamos a una mesa que estaba en diagonal a la del Rota. Lo vi hablar por celular ciento treinta veces mientras yo hacía la entrevista. -¡Qué joder! Aquí no se puede fumar. ¡Maldita leyes ecologistas!- gritó. -¿Adónde creciste? ¿Con quién? Diana apretó las mandíbulas y se miró los dedos de las manos. No se pintaba las uñas. Al contrario, las usaba muy cortas, y cada tanto, se las mordía. -Me crió una abuela. La madre de mi padre. Hizo un silencio. Aproveché para comentar que a mí también me había criado mi abuela. -La madre de mi madre. Fui muy feliz con ella. -Tuviste suerte. A mis hermanos y a mí, mi abuela nos golpeaba. Nos golpeaba duro. Mi hermano mayor, cinco año mayor que yo y mi preferido, empezó a travestirse a los catorce. Una noche, volvió vestido de mujer, para demostrarle que iba a seguir haciéndolo a pesar de todo. Mi abuela le dio una golpiza tan tremenda que terminó en el hospital. Todavía recuerdo cuando lo fui a visitar: tenía la nariz fuera de lugar, traumatismo de cráneo y tres costillas rotas. Los ojos se le llenaron de lágrimas. -Esa fue la primera vez que escapé. Tenía once años. Anduve por los suburbios de Madrid hasta que me encontró la policía. Se sonrió. -Me había llevado un tomate para comer. Había pensado que esa noche comería y al otro día trabajaría cuidando coches o algo por el estilo. Pero la vieja me encontró y me llevó de nuevo a esa casa del demonio. -¿Te dio una paliza? -Claro. Pero no terminé en el hospital. Llegó la moza con los dos cafés y se quedó mirándola. -Sí, soy yo- dijo Diana cortante. La muchacha se sonrió y le acercó una servilleta, en silencio. Diana firmó. Empecé a comprender de repente muchas cosas: toda su vitalidad sobre el escenario, era bronca. Simple, lisa y llanamente, bronca. -Fui camarera por muchos años, ¿sabes? -¿Te escapaste de nuevo? -Me escapé varias veces, pero a los dieciséis encontré un novio. Dejé la escuela y me fui a vivir con él. Mi abuela no me lo prohibió, al contrario, si por ella hubiera sido, mis dos hermanas y yo estábamos condenadas al matrimonio y a lavar platos y ropa ajena toda la vida. -¿Cómo llegaste a la música? -Ese novio, tenía una banda de rock alternativo. Y yo siempre cantaba en la casa. No nos llevábamos muy bien. Yo cantaba cielito lindo, aunque a veces volaban las tazas. Siempre tuve carácter fuerte. -Y empezaste a cantar en la banda de rock alternativo. -No exactamente. La banda de este chaval me inspiró, me di cuenta de que podía hacer otra cosa con mi vida más que buscarme un novio y escaparme. Conseguí trabajo como camarera y compré una guitarra. Por cierto, al rockero lo dejé solo. Como Dios lo trajo al mundo. Me miró y sentí que me traspasaba. Creo que abrí grandes los ojos cuando me interrogó. -¿Y tú? ¿Eres un feliz escritor de best-sellers o qué? Creo que también me sonrojé. Trastabillé un poco, antes de empezar a contestar, pero decidí ser sincero. -No lo sé. Toda mi vida sentí un agujero adentro mío, de ausencia, de dolor, no lo sé. Pero te aseguro que el éxito y el dinero no me lo han remediado. Además, la tercera novela fue un fracaso- reí nervioso-, así que creo estar reposicionándome. -¿Quieres ser periodista ahora, entonces? -Me gusta el periodismo. Trabajé hace algunos años en un diario pequeño, en mi país. Fue mi primer trabajo. Lo disfruté mucho. -¿Realmente te gusta escribir? ¿O sólo lo haces por el dinero y porque tienes facilidad para hacerlo? La miré a los ojos y por un momento, me transporté al pueblo de la playa. Me vi parado frente al mar, mientras el sol asomaba como una araña brillante y blanca sobre las olas lejanas. La eternidad. El sol unido con el mar. -Cuando escribo, el agujero se cierra por un momento. La angustia de existir desaparece, dijo Cioran mucho mejor que yo. Claro que me gusta el dinero y claro que tengo facilidad, como tú tienes facilidad para cantar. -Eso se llama talento, Alejandro. Un extraño cosquilleo me recorrió la espalda cuando pronunció mi nombre. Por un instante, nos miramos desconcertados. Me di cuenta de que, extrañamente, percibió mi cosquilleo. Me sonrió y miró para un costado. -¡Mira! ¡Allí viene Teresa! Se levantó y ayudó a la guitarrista con un bolso que traía. Era extraordinariamente grande, rojo y tenía una manija y rueditas. -Ven, siéntate con nosotros. Estamos sacando trapitos al sol. Teresa me sonrió tímidamente y preguntó en la mesa contigua, donde una pareja no hacía más que mirar sendos celulares, si podía retirar una silla. El hombre dijo “sí”, como al descuido, sin quitar la vista del aparato. La mujer era una morocha despampanante, con grandes pechos y un escote que le llegaba hasta el pupo. -Soy Teresa Quiñones y tengo 37 años- dijo Teresa lanzando una risita seca. -¿Siempre supiste que te gustaba la música? -Estudio la guitarra desde los cinco años. Me recibí de profesora en el conservatorio, inclusive di clases allí mismo. Paralelamente, participaba en bandas alternativas, hasta que conocí a Diana. -Tengo entendido que hay músicos en tu familia. -Sí. Mi padre es músico de jazz, clarinetista. Y mi madre es descendiente de afroamericanos. Y como buena afroamericana, tiene una voz espectacular. Cantaba jazz en las bandas que lideraba mi padre. -¿Te interesó alguna vez tocar jazz? -No. La verdad es que me gusta tocar rock y nada más que rock. En ese sentido soy bastante cerrada. -La conocí escuchando a los Ramones y con el pelo verde. Ha crecido mucho- dijo Diana riendo. Teresa se calló por unos segundos y se quedó muy seria. -El rock me ayudó a sostenerme mientras atravesaba vendavales. Muchos me dicen que soy demasiado callada y debe ser verdad. Pero lo cierto es que en la adolescencia perdí a un ser amado y eso me marcó para siempre. Para colmo, fue en la época en que no congeniaba con nadie. Estaba terriblemente sola. Puede ser la típica historia adolescente, pero me encerraba en mi habitación con la música a todo volumen y lloraba mucho. Pensaba que ese malestar no se iba a ir jamás. Pero de a poco fui saliendo. Me esforcé mucho. Estudié, trabajé, siempre con el apoyo de mis padres, que estaban de acuerdo con mi carrera de música. -¿Y las drogas? Decías que estudiaste y trabajaste, ¿hubo lugar para las drogas en esa vida, en esa especie de redención? -No te voy a mentir. Fumé uno que otro porro. Pero la verdad es que he visto mucha gente talentosa arrasada por las drogas y siempre me dio mucho miedo quedar enganchada. -¡Por qué no me lo preguntas a mí, chaval! ¡Te narro la historia de las drogas mejor que Escohotado!- gritó Diana echándose hacia atrás, en una carcajada que hizo dar vuelta a medio bar. Diego y Marcelo llegaron en el mismo taxi, diez minutos antes de abordar. -¡Ey, Rota!, ¿para cuándo el jet privado?- preguntó Diego, elevando el mentón y tratando de que el Rota lo escuchara a través de los dos asientos que los separaban. El Rota hablaba por su celular. -… Espera un momento… ¿Qué dices? -¡Vete al cuerno, Rota! -…No, son estos chavales…- continuó el Rota por su celular. Uno de los aspectos más interesantes de García es un policía, es que sus músicos no son jóvenes aficionados que llegaron como una oleada rápida y olvidable. La banda hace doce años que está junta y en sus comienzos se había planteado ser independiente y autogestiva. Diana había puesto varios anuncios en el diario, inquieta, ansiosa y emprendedora como era, pero nadie la llamó jamás. -Creo que fue porque aclaré que era mujer- me confesó más adelante en la habitación de un hotel de Miami. -El ambiente del rock es muy machista. Pero hay muchas mujeres, lástima que están muy escondidas. Yo no quiero estar escondida, ni tapada, ni negada. Por eso estoy al frente de esta banda. Entonces, en vez de desmoralizarse, comenzó a multiplicar los carteles, casi obsesivamente. Pegó en postes, en paradas de colectivos, en el tren, en el subterráneo, en negocios. Hasta que un bendito día, pasó por el conservatorio donde trabajaba Teresa y, claro está, pegó un cartel. A la semana siguiente, se reunieron en el café de la vuelta. -Teresa se sorprendió: yo apenas tenía 20 años y me tomé tres cervezas. Apenas estaba achispada. Lo que sucedía, era que Diana por esa época, desayunaba con cocaína, merendaba con porro, y de vez en cuando, se chutaba heroína. -Estaba perdida. Lo único que sabía era que quería cantar y estaba obsesionada con armar una banda de rock adonde pudiera cantar con las entrañas, ser yo misma. Dejar de escaparme, ¿entiendes? Me metía con cada tipo… Hasta tuve varios abortos…no quería tener esos hijos. Por eso estoy a favor de que las chicas decidan sobre sus cuerpos, aunque no niego lo traumático, pero las feministas tienen razón: tu cuerpo es tuyo y de nadie más y haces con él lo que te plazca. O lo que puedas, en el peor de los casos. Pocos meses después de reunirse con Quiñones, tuvo su primera sobredosis de heroína y Teresa fue a visitarla al hospital. -Recuerdo que la vi muy ensimismada, muy triste. Me senté a su lado y le tomé la mano. “¿Qué te gustaría hacer con tu vida?”, le pregunté. “Ahora que me has encontrado, después de tanto buscar, no vas a morirte ahora”. “Quiero cantar en una banda de rock”, me dijo con seguridad, la mayor seguridad que he escuchado en mi vida. “Vamos a armar esa maldita banda y déjate de gilipolleces”, le contesté. Teresa se la llevó a vivir con ella, y bajo su influencia, Diana aprendió a moderarse. Si bien nunca dejó las drogas, las dejó sólo para los fines de semana. -Teresa me trató siempre muy bien. Yo necesitaba mucho afecto y ella es una gran amiga. Pero su afecto siempre estuvo acompañado por una gran disciplina. Me obligó a tomarme las cosas en serio. Me llevó al conservatorio y allí aprendí canto formalmente. A todo esto, también de la mano de Teresa, apareció Marcelo, un jovencito de sólo 18 años, que empezaba a estudiar en el conservatorio, aunque sabía tocar el bajo desde los doce. Su viaje a España se había producido precipitada y forzosamente, ya que su padre había tenido problemas como gremialista de los trabajadores de la salud en su Uruguay natal. Los había echado la burocracia del gremio y los aprietes y amenazas del gobierno democrático. Sucede que el padre de Marcelo, lideró una huelga de ocho meses que terminó con la represión y la cárcel de muchos manifestantes. Marcelo Soto padre, fue encarcelado casi por un año y cuando salió, por expresa orden de Daisy, su mujer, se fueron del país. -Mi madre respetaba las ideas políticas de mi padre, pero estaba harta. Como ella es ama de casa, durante el tiempo que mi padre estuvo preso, pasamos mucha pobreza. Mi madre hacía empanadas para vender, yo tuve que dejar el colegio para trabajar todo el día. Ayudaba en la casa y me sentía satisfecho. Cada semana, al llegar el viernes, le daba mi madre todo lo que había ganado. A veces llegábamos a pagar algunas cuentas, comíamos poco y mal… más de una vez nos cortaron la energía eléctrica. Lo que más recuerdo es haber comido muchas empanadas- se sonrió tristemente- pero lo que más extrañaba era la presencia de mi padre. En el barrio, los vecinos dejaron de saludarnos y se cruzaban de vereda para no encontrarnos de frente. Fue muy duro. En Miami el show fue explosivo. Diana corrió por el escenario las dos horas y media, sin amainar el ritmo pese a su sempiterno cigarrillo entre los dedos. Teresa lució magníficos riffs en “Añorada libertad” y “Sus ojos”, dedicada a la madre de Diego, fallecida de cáncer cuando éste tenía sólo diez años. -Fue muy duro. Mi madre luchó a brazo partido contra la muerte durante cinco años. La vi enfermar y restablecerse durante ciclos interminables en los que perdía peso y también su cabello. Era una mujer hermosa, descendiente de croatas, que en la niñez había sufrido la guerra y el hambre y llegó a Madrid con su familia buscando un futuro mejor. Allí, su padre comenzó a trabajar en un taller mecánico y su madre se dedicó a cuidar con ahínco a sus seis hijos. Mi madre era la menor, la más mimada y aprendió desde pequeña el oficio de costurera. Las palabras se le entrecortaron. -Todavía recuerdo la cantidad de ropa que nos cosió a mi hermano y a mí. Uno se ponía esa ropa y sentía amor. Uno llevaba esa ropa con amor. Nunca dejó de coser. Hasta que esa maldita enfermedad se la llevó, y al fin pudo descansar. -¿Cómo llegaste a la música? -Desde pequeño idolatré a los Beatles, quizá como legado de mi hermano, que era un fanático impenitente. No lo sé. Lo único que sé, es que a los quince sólo existía Ringo para mí. Conseguí un trabajo de boletero en un cine porno y ahorrando mucho, compré mi primera batería. Había dejado el colegio un año antes, que después terminé en un bachillerato para adultos. La escuela, en esa época, no me decía nada… con sus estúpidas reglas… Me rebelaba a cada paso que daba. Y bien, la vida después me dio un revés, y tuve que meterme de policía. -¿Cómo fue eso? -El trabajo de boletero me duró tres años. Me echaron porque el cine cerró y me fui a vivir con mi padre por un tiempo. Mi hermano había entrado en la Marina y recorría todo el mundo. Hace una pausa. -La cosa estaba fea. No se conseguía trabajo por ningún lado y te jodían con el bachiller, “que si no tienes el bachiller, no entras en ningún lado”. Así que mi padre me convenció y me ayudó económicamente. Entonces, después de meditarlo muy poco, estaba bastante desesperado, me metí en la Academia. Terminé, pero la verdad es que no duré como policía más de tres años. Me enfermaba el trato que se les daba a los inmigrantes… Es jodido ser policía. Eres parte del pueblo y al mismo tiempo no lo eres. Eres como un traidor. Lo único que haces, es cuidar la propiedad privada de respetables señores y señoras a los que les importa un bledo si hay más indigentes o desposeídos, o más mujeres o niñas en situación de prostitución. Además, hay mucha corrupción… Fue una experiencia muy intensa y no me da vergüenza ni oculto haberla vivido. Tampoco estoy orgulloso. Cada uno tiene sus experiencias; lo importante es salir fortalecido. Hoy sé que amo la libertad. La mía y la de mi prójimo, y detesto que a la gente se le prohíban cosas en nombre de salvaguardar el orden y la tan mentada seguridad. Una vida sin la lucha permanente por la libertad y el amor, no merece ser vivida. “Añorada libertad”, uno de los hits más queridos de la banda, habla de lo que Diego me comenta: “Ni un minuto más amarrado/Ni un minuto más de tristeza/En tu pecho anida/Ten los cojones de dejarla salir/Dentro de las sombras, no te deja/En medio del gentío/Agazapada por tu cuerpo/Ten los cojones de dejarla salir”. Esa noche, me emociono hasta las lágrimas, mientras un coro de diez mil personas sigue la voz ronca de Diana. Ella también se emociona y en las pantallas, su rostro mojado despierta una atmósfera de comunión que me estremece. García es un policía parece tener los cojones de ir a buscar, hacer una ronda y hasta hacer el amor con la libertad. Pero algo sucedió en medio de esa gira. Llegó una carta para Diana. Era de una obrera que había sido despedida de una fábrica textil. Junto a ella, habían sido despedidas otras 120, porque la fábrica estaba por cerrar. Organizaban una jornada de lucha para poner en pie esa misma fábrica, pero comandada por ellas mismas. -Creo que hay que apoyarlas- dijo Diana seriamente. Había convocado a una reunión, sin el Rota y había leído la carta frente a mí y a los demás del grupo. Yo le rogué que me dejara participar. Me ordenó que fuera sin fotógrafo, sin cámara, y sin el grabador. Yo accedí halagado. -Creo que es una buena idea, pero esa noche tenemos un recital. -¡Se puede cancelar, tío! Dejarlo para otro día. -Todas las entradas están vendidas. Para esa noche. -Yo no estoy tan seguro-dijo Marcelo, con voz que se parecía a un murmullo. -Son rojas. Vamos a tener problemas. Diana encendió un cigarrillo. -¡Por supuesto que son rojas y vamos a tener problemas! ¡Pero no podemos abandonarlas! Teresa se mordía las uñas, callada. -¿Y tú Teresa? ¿Qué piensas? -Pienso que debemos estar en esa jornada. -¡Oh, por favor!- dijo Diego revoleando los ojos. Increpó a Diana. -¿Desde cuándo te interesan tanto las obreras, Diana? -¡Desde que me mandan una puta carta pidiéndome que las ayude! Diana apagó el cigarrillo con torpeza y enojo contra el cenicero. -Mira, chaval. Yo siempre he sido una basura para todo el mundo, empezando por mi familia. Y los tipos que he tenido… se han encargado de remarcármelo. Pero, ¿sabes qué? ¡Yo no soy una basura! ¡Soy una mujer! -¿Y a qué traes tus complejos de inferioridad en esta mesa? ¡Estamos hablando de otra cosa! -¡No! ¡Se trata de lo mismo! ¡Siempre dejas mis temas para el último! ¡En este último disco pusiste sólo dos! ¡Te presenté quince! Pero claro, frente a la prensa tienes el discurso de la libertad y de la igualdad de género. ¡Tú también piensas que soy una basura! -¡Estás loca! ¿Así que todo es una lucha de poderes? -¡Yo armé este grupo! ¡Y si quiero lo disuelvo! ¡Sin mí no eres nada, Diego García! -¡Estás loca!- dijo Diego levantándose y huyendo de la habitación con un portazo. Yo me quedé anonadado. Pensé que, definitivamente, Diana era superior. Superior a Diego, superior a Marcelo y, sin lugar a dudas, también superior a mí. La tarde de la jornada de lucha, todos estábamos expectantes. Dos horas antes, Diana se me acercó. -Mira, he contratado a un bajo y a un batería, que accedieron a tocar con Teresa y conmigo, al menos por esta noche. ¿Con quién te vas a quedar? -¿Qué pasará con el recital? ¿Y las entradas? -¿Con quién te vas a quedar? Tragué saliva y vi cómo me clavaba la mirada. Sus ojos grises y su nariz aguileña estaban muy cerca de mí. -Me voy contigo y con Teresa. -Excelente. En media hora partimos. Mientras la miraba irse, sentí pánico. ¿Me despedirían de la revista de rock más prestigiosa del país? Sentí pánico nuevamente. Había unas doscientas personas, en su mayoría mujeres. Algunas tenían carteles que decían “Fábrica bajo control obrero ya”. Diana subió al escenario con la energía de siempre, aunque un halo de preocupación ensombrecía su rostro. Cantó seriamente y, hacia el final, dijo: -Esta aventura de hoy, puede costarme la banda. Espero puedan conseguir lo que quieren. Las obreras comenzaron a gritarle “¡Esto no es una aventura!”, “¡Está en juego nuestro futuro!”, “¡Tú no entiendes nada!”, “¡Burguesa!”. El ambiente se puso pesado y un hombre arrojó un cartel contra el pie del micrófono y lo hizo caer. Diana hizo una seña a la banda y la música cesó. -Gracias- dijo secamente y se fue. Una mujer se me acercó. -¿Eres periodista? -No. No lo soy- repliqué. Corrí detrás de Diana. La encontré detrás del escenario fumando y llorando. -No pude ayudarlas- me dijo. Casi digo una estupidez, pero me callé. No pude decirle tampoco, que los reclamos conllevan procesos, no soluciones idílicas o mágicas. Nunca pude saber qué imaginaba ella de esa instancia, o qué esperaba. Me limité a abrazarla. Sentí una especie de fiebre en mi piel. -Y en cuanto a García es un policía- dijo sobre mi hombro, ya más calmada- se terminó. IX -¡Eres un genio!- gritó mi editor al verme llegar. -Estuviste en la separación de la banda del momento. Bueno- soltó una risita- parece que ya dejarán de serlo. Me senté, cansado. -¿Cómo estás? Te tengo preparado un tour con Axón. Creo que va a ser la próxima. Te puedo asegurar que aquí no tendrás problemas con la izquierda. Son netamente pop. Miré la tapa de la revista de ese mes. Estaba Diana en primer plano, con el micrófono en la mano, en una toma que abarcaba a Quiñones por la izquierda, a Soto por la derecha, y casi pequeño y golpeando, a Diego García, el policía. Diego se desesperó cuando Diana se bajó de la banda en medio de la gira. Se cansó de llamarla a su celular, y hasta fue a buscarla a su casa. Diana ni siquiera le abrió. Indignado, García sacó una carta en el diario más importante del país. La carta hablaba de que había sido víctima de una conspiración entre la cantante y Quiñones, a las que hacía quedar como dos hembras sedientas de dinero, y ambiciosas como accionistas de Wall Street. Miguel hablaba, pero yo no lo escuchaba. Hasta que oí. -…está loca. Podría haber cosechado mucho más, haber hecho mucho más. Además no es nadie, ¿verdad? Tú lo habrás comprobado. Apenas una yonquie devenida en artista. El genio es García. Y lo cagaron. Sentí que cada palabra se me clavaba en la espalda como un cuchillo afilado. De repente, no tuve miedo. Contesté con furia, pero contenido. -Sí. ¿Sabes lo que hace García? No le deja incluir sus temas en los discos, se los rechaza, no la deja tomar decisiones. García tiene un doble discurso, enmascara sus verdaderas intenciones detrás de su pseudo independencia y de sus palabras de libre pensador. La banda no se terminó porque Diana esté loca. Se terminó por la cantidad de opresión que hay puertas adentro. Miguel me miró en silencio unos segundos. -Como sea. El sueño terminó. ¿Preparado para una nueva gira? Por la noche, decidí pasar por la casa de Diana. Miró primero a través de la ventana y me sonrió. Supongo que esperaba que yo llegara, en algún momento. -Hola Alejandro. Pensé que tú también me habías olvidado. Sólo recibí visitas de Quiñones. Ah! Y una amenaza telefónica. -¿Una amenaza telefónica? -Sí. Una mujer, por el acto. Bah! La casi no-actuación. Están enfadadas. Pero, ¿sabes qué? Estuve pensando mucho en eso. Ya no siento culpa. ¡No sé qué esperaba con un par de canciones! -Apoyarlas. Y lo hiciste. -Sí… Lástima que tengo tendencia a soñar mucho… ¿Y tú? ¿Cómo estás? -Bien. En realidad vine para hablarte en un plano personal. -Siéntate. ¿Quieres tomar un café? -Claro. Estaba muy nervioso. Recé, como hacía muchos, muchísimos años, para no tartamudear. Ella me desafiaba. -Un poco de Joplin. Comenzó a sonar “Woman is a losers”, pero Diana lo saltó. -¿Sabes? Ella no tiene razón en eso. Pero sí en lo de “Cry cry baby”. ¡Cry, cry García!- soltó una risotada. -Ya regreso con el café. La miré en la cocina, de espaldas. Me enterneció un vestido que llevaba: tenía estampados unos pequeños caballos, como de juguete. La caída del talle, le remarcaba las caderas. Estaba descalza. Cuando volvió con la bandeja y las dos tazas, yo me retorcía las manos. -¿Qué pasa Alejandro? ¿Por qué estás tan nervioso? Me incorporé en el sillón. -Mira: yo he tenido, he tenido que tomar algunas decisiones, yo… -Se te nota Alejandro. Además, cuando nos abrazamos… Yo siento algo, ¿tú no? -Claro, ya lo sabías. -Es recíproco, quédate tranquilo. Pero en este momento… no lo sé. Creo que no es oportuno iniciar una relación. Estoy en medio de este lío. Cerré los ojos, sintiendo que se me escapa una oportunidad, como de un millón de dólares. -Estoy enamorado de ti, Diana. Eso es todo. Respiré hondo. -Cuando mi editor comenzó a hablar mal de ti… -¿Mal de mí? ¿Sobre qué?- una nueva risotada. -Esto es serio para mí… Sentí que me acuchillaban. Ella me miró severamente a través de su nariz aguileña. -Bueno, no sé qué decirte Alejandro. -¡Sólo pienso en hacerte el amor todo el santo día!- mi voz salió como la súplica de un niño. Ella se enardeció. -¡Por favor, Alejandro! No me estás hablando de eso… La tomé por un brazo sin responder de mí. -¿Qué quieres que te diga? ¿Qué te amo? ¡Te amo, Diana! -¡No me amenaces con tu amor, Alejandro! ¡Y vete de mi casa! Me levanté histérico y me fui dando un portazo. X Los primeros días, después de la pelea con Diana, fueron erráticos. Caminaba por la playa con Polo, pero me sentía tan vacío y solo, que atinaba a echarme en la arena con mi perro al lado, sin siquiera pensar en nada. Una tarde, compré el diario, y me enteré de que había gente suicidándose por no poder pagar sus hipotecas; los bancos les arrebataban sus casas, sin importarles que hubiese niños, ancianos o gente inválida. Les arrebataban su único hogar. Algunos consumidores se reunían y hacían paros de uno o dos días, protestando contra el abuso de las empresas. En varios países de África, las protestas masivas habían bajado dictadores que venían en el trono desde hacía unos veinte o treinta años. “Cómo pude ser tan miope”, pensé consternado. “Soy un miope político”, me acusé. “Siempre pensando en mí, en tener mi fama; nunca me enteré de nada”. Sabía que era mi gran inseguridad lo que me hacía desear estar en el tapete, todo el abandono riguroso al que había sido sometido por mis padres desde niño y aun de grande; mi abuela muerta: necesitaba ser alguien importante en esta puta sociedad. Salvo que, sin el amor de Diana, ya no me sentía nadie. Además, toda la exposición mediática del “autor de best-sellers”, se había esfumado. Sentí, en un relampagueo, que toda esa parte de mi vida había sido una mentira. “Yo, un niño de barrio, que vivió en una pensión porque su padre lo había abandonado, ¿escritor de best-sellers? ¿Qué estuve haciendo con mi vida, hasta ahora? Resolví algo, en un instante: vender la casa de la playa y comprar un pequeño departamento en los suburbios de Madrid. En vez de irme de gira con Axón, renuncié a la revista de rock más prestigiosa del país. -¡Cómo puedes hacerme esto! ¡Confié en ti!- gritó mi editor. -¿Sabes qué Miguel? ¡Tú eres un pija, un pija bravo que les metes mierda en las cabezas a los pibes! ¡Y renuncio, además, porque insultaste a Diana! -¡Diana es una puta! ¡Y tú eres un perdedor que vino a mí porque no soportó…! Me acerqué a él y lo tomé por la solapa. -No te golpeo, porque tienes una cara bonita y no quiero arruinar tus citas. Pero si dices algo más de Diana o la molestas, de cualquier modo, te voy a mandar abogados. Mientras la casa de la playa se vendía, empecé a escribir un ensayo. No tenía título, pero hablaba de todas las cosas que, de a poco, había comenzado a ver. Compró la casa una familia de accionistas. -Estamos en el negocio de las bienes raíces- me explicó el padre, de grave mostacho y pipa en la boca. -¡Mamá!- gritó la niña en ese momento- ¡Mira qué belleza el mar desde aquí! “Ojalá les dure”, pensé, mirando a la niña, en toda su inocencia. XI El departamento estaba bien y era barato, como yo lo había planeado. Una de sus ventanas daba a una pequeña plaza. Tenía un dormitorio, la cocina, un pequeño living y el baño. Tenía que sacar a Polo dos veces por día, a la mañana y a la tarde y no tardé en hacer migas con los niños que jugaban a la pelota en la plaza. -Hola amigo, no eres de por aquí- me dijo una tarde un niño macetudo, de grandes ojos grises y cabello despeinado. Era el portero. Se acercó con aires amenazantes, pero después desistió, al ver que yo no deponía mi seguridad. Otro se acercó también. Parecía más grande de edad. -Tú eres el escritor. Una vez te vimos con mi madre hablando estupideces por la televisión. ¿Qué estás haciendo aquí? -Vivo aquí. Se miraron sorprendidos. -¿Qué? ¿Ya te gastaste todos tus ahorros? Y ese perro, más vale que no sea malo con nosotros. -El perro es bueno. Y yo… yo quiero convertirme en un escritor de puta madre. Y ya dejar de decir estupideces por la televisión. Me miraron con un dejo de tristeza. -Deberías escribir sobre mi padre- dijo el portero. -Se ha quedado sin empleo la semana pasada. Y diciendo esto, corrió para su puesto. -O sobre el mío- dijo el otro. -Fue yonquie en el centro. Después me tuvo a mí y todo cambió. Habrá tenido unos diez años. A la noche, llamó mi editor. -Así que ahora vas a ser Zolá. Por favor, queremos renovarte el contrato por tres novelas más. Sabemos que tú puedes conseguirlo de nuevo. -No me tomas en serio- le contesté, irónico. -Pero visto y considerando que ya caducó mi contrato, no voy a renovarlo. -¡Tío, te vas a morir de hambre! ¿Y qué es toda esta historia de mudarte a un suburbio? ¿Qué estás tramando, Alejandro Alditer? ¿En serio planeas convertirte en un autor a lo Balzac? ¡No me hagas reír Alejandro! ¿Sabes cómo murió Balzac? ¡Como un perro! -Vete al demonio. Una hora más tarde, comencé un mapa conceptual, para poder organizar el ensayo. Tenía que investigar largo, duro y parejo. Resolví entrevistar a médicos, sociólogos, economistas, asistentes sociales, psicólogos y psiquiatras. Colgué el mapa en la ventana que daba a la plaza. Acordándome de los niños, pelearía por un mundo mejor. XII Seguí a Diana por los periódicos, que ahora compraba todos los días. Parece que después del juicio que entabló García por la separación, contra ella y Quiñones, se mantenía recluida en su casa. Algunas revistas sensacionalistas la vinculaban con el cantante de Axón, pero a mí me parecía que esos comentarios eran del más bajo chismerío “vende ejemplares”. No había una sola foto de ellos dos juntos, y yo sabía, que si un paparazzi quiere una foto, pues, la consigue. Tenía tantas ganas de ir a verla, que un día me descolgué en el auto, con Polo detrás, boqueando por la ventanilla. Di una vuelta por el frente y vi las cortinas corridas, como siempre. Manejé calle arriba y volví a pasar. Esta vez, frené. Polo comenzó a ladrar y lo reté. Cuando miré hacia la ventana, ella estaba allí. Me miraba seriamente. Tan seriamente, que pensé, por un momento, que no me abriría. -Te extrañé- me dijo acongojada. -Es todo tan horrible, Alejandro. Me estrechó, y al abrazarla, noté que estaba más delgada. Debí suponerlo. En la pequeña mesa del living, había jeringas, una goma aprieta brazos y papeles plateados vacíos. -¡Ese cerdo!- grité. -¡No Alejandro, soy yo! ¡He tenido una recaída! Maldije por no tener la casa de la playa. -Hacé un bolso, Diana. Nos vamos. -Pero, ¿adónde? ¡Yo necesito la heroína! -Tú no necesitas esa mierda. ¡Hacé un bolso ya mismo Diana, o te golpeo! Comenzó a llorar de forma estrepitosa, diciendo que se iba a matar si le sacaba la heroína y cosas por el estilo. Se encerró en el baño. -¡Sal de ese maldito baño Diana Clark o te reviento!- dije dando puñetazos en la puerta. Polo ladraba y ladraba y yo tuve una idea. Mientras escuchaba cómo Diana destruía el baño, preparé un poco de heroína en una de las jeringas. Esperé a que se calmara. Habrá pasado una media hora, y con el mismo tono imperativo, le grité: -¡Abre la puta puerta! Cuando abrió, casi me desmorono. Se había cortado los antebrazos, llenos de chutes, con el espejo roto. -¡Eres una imbécil! Todavía lloraba, como una niña reprendida. Me metí en su dormitorio y rompí unas sábanas para hacerle torniquetes. -Lo siento, Alejandro. Me siento desesperada y tan sola. -No estás sola- dije acariciándole la cara. -Pero tengo que llevarte al médico urgente. Esto necesita de unos puntos. La llevé a una clínica privada y la cosieron. A las dos o tres horas, tenía síndrome de abstinencia y les gritaba a todos. -La trataremos con metadona- me dijo una médica. -¿Y la apomorfina?- dije en tono burlista. Ella me miró con cara de pocos amigos. -Es el único tratamiento que tenemos para los yonquies. Sean famosos o no. -No estoy hablando de eso. Hay un autor que habló de otro tipo de cura… Eso es todo. Hasta le escribió una carta de agradecimiento a su médico. ¿Qué pasó? La muy zorra me miraba sin pestañear. -Diana tiene que quedarse por unas semanas. ¿Usted se hará cargo de ella cuando salga? -Claro que sí. ¿Usted ve a alguien más por aquí, respondiendo por ella? -Muy bien, entonces tiene que firmar aquí. Luego pase por administración. -No voy a firmar, pero sí voy a pasar por administración. ¿Ok?- dije mirándola irónicamente. Por fin bajó la mirada. -Como usted quiera. Fui a la administración y después de escandalizarme por el precio de la entrada y de la salida de esa clínica de mierda, donde ni siquiera sabían o querían atender a sus pacientes, pasé por el cajero. Me traje una suma extra porque tenía un plan. Volví a la clínica, pagué y en el momento en que tuve que firmar de nuevo, deslicé: -Puede quedarse menos tiempo, ¿verdad? -A eso tiene que hablarlo con los médicos. Aquí se tramitan los pagos. Decidí quedarme callado. El tratamiento con metadona sólo haría de Diana una yonqui de medio tiempo, en vez de tiempo completo. Tenía que ser cold turkey, yo lo tenía bien claro. En el caso de ser democrático, hubiese tenido que preguntarle a ella primero, pero no era exactamente lo mejor, en este caso. Decidí convertirme en un dictador, al menos, por un tiempo. Hablé con un enfermero. -¿Quieres 50 euros extras por hacer un pequeño trabajo? -Tío, que sean 100. -Ok. 100 entonces. -¿Qué quieres que haga? -Quiero que, por la madrugada, tengas lista una ambulancia, sin sirena, sin ningún tipo de ruido, en la puerta de emergencia y me ayudes a sacar a Diana de aquí. Te pido total reserva. -Tío, ella con un pavo frío y muchos cuidados, en un mes, está como nueva. Y los puntos, puedes llamarme para que se los saque. Me quedé sentado en la sala de espera. Entre dormido, escuché un “click”. Supuse que lo haría. Pero eso no fue lo peor. A eso de las cuatro de la mañana, el enfermero me despertó. -Está todo listo, tío. Pero el de la ambulancia quiere 500 y yo, 50 más. Me pasé la mano por la cara y traté de pensar en que la descomposición del capitalismo creaba todo este tipo de situaciones. Me tranquilicé y le di dinero. -No tengo compañero. Yo la llevaré hasta la ambulancia en la silla. -¿No necesita una camilla? -Está bien, no te preocupes. Le ajustamos el cinturón a Diana, para que no resbalara por la silla. Yo le había puesto un traje de dormir azul. Iba cabeceando, entredormida y se me quebró el corazón al verla empujada por ese condenado mercenario. Salimos por el corredor y pude oírlos. Parecían gallinas en un corral, cacareando. Se les hacía agua la boca. Allí estaba la ambulancia, y veinte o treinta fotógrafos y periodistas que nos bombardearon. -¿Por qué hace esto Alditer? -¿No la están cuidando bien aquí? -Es una clínica muy prestigiosa, ¿tiene algo qué decir? Los flashes casi me cegaban y el chofer ni se bajó a ayudarnos. -¿Qué piensa hacer, Alejandro, con esa pobre mujer? -¡La amo!- grité. Grito que fue respondido por un aluvión de flashes cada vez más amenazante. Se apretujaban contra la puerta opuesta y movían las barandas que cerraban la entrada de las ambulancias. En un momento, empezaron a dar la vuelta, famélicos, y como yo no podía subir a Diana con la silla, resolví sacarle el cinturón y subirla yo solo a la ambulancia. Ni siquiera había una camilla. -A ver si te apuras, tío. Estos tipos van a destruir el coche. Decidí sostenerla entre mis brazos hasta que llegásemos. Salvo que tuvimos que dar varias vueltas hasta que los autos dejaron de seguirnos. -Son 500 más, tío, con estas malditos vueltas. -¿Qué mierda pasa con ustedes?- le grité. -Vaya, estás nervioso. En el edificio no había ascensores. Así que subí a Diana por las escaleras. Un hombre se asomó cuando iba por el segundo piso. Abrí la boca tratando de explicarle. -Ya lo sé. Ya lo sé todo por las noticias. Me ayudó hasta el quinto, que era el mío, llevando el bolso de Diana y preguntándome a cada momento si quería que me ayudara. Yo le decía que estaba bien, pero me sentía descorazonado. Temí que esos buitres rompieran la tranquilidad del barrio y todos nos odiaran. Pero el hombre me tranquilizó. -Si viene a molestarnos, yo saldré. Tú cuídala. Vendré mañana, a ver qué necesitas. Puedo ayudarte con los mandados. ¿Sabes? Yo fui yonqui. XIII Los primeros días, mantuve a Diana encerrada en la habitación. No me animaba a entrar. Antes de que despertara, yo había sacado todo asunto peligroso como espejos. Pero su síndrome de abstinencia fue tranquilo, salvo espasmos y gritos esporádicos. A los cinco días, entré con una bandeja con comida, pero me insultó, con los ojos perdidos, así que la dejé al lado de la cama. Así entré todos los días, por veinticinco días más. A veces me insultaba, a veces se revolcaba en las sábanas mascullando y llorando. Hasta que uno de los últimos días, delgada y macilenta, me dijo: -Hola, Alejandro. -Hola- le dije. -Creo que ya estoy mejor. Esa tarde, la bajé a la plaza. Los niños jugaban al fútbol y se acercaron. -Mi padre sabía que se pondría mejor- dijo Fernando satisfecho. Sostenía su cinturón con su brazo derecho y sonreía. -¡Ey, escritor! ¿Has escrito algo?- deslizó el portero. -Deberías escribir sobre tu vida, se está poniendo interesante- dijo riendo. -No ves que la está cuidando, ¿qué coño va a escribir? El padre de Fernando, Simón, resultó ser especialmente amable y fue el único amigo que tuve en el vecindario mientras Diana dejaba el junk. Casi todas las tardes pasaba, después de su trabajo, traía alguna mercadería y platicaba conmigo mientras tomábamos café. -He llegado a perder toda mi dignidad por culpa de la droga. Cuando yo era joven, el PSOE había hecho unas propagandas que pasaban por TV España que nos enseñaban, amigo, literalmente, nos enseñaban a drogarnos. Eso era pedagogía pesada- decía lanzando una risa oscura y corta. -A mí la izquierda me desilusionó mucho- le decía yo. -¡Amigo! Si estos tipos son una burocracia andante. Además, que a mí no me jodan, los partidos de izquierda, al igual que los de la derecha, se sostienen con ingresos non santos, ¿me entiendes? -Claro, por supuesto. Lo he estado pensando y no queda otra. -Son la misma cosa: lucha de poderes. Y los de abajo… -¡Siguen abajo! Cuando Diana estuvo más fuerte, se levantó definitivamente de la cama. Hablábamos mucho de mi próximo libro. Yo quería que ella me contara su experiencia como mujer en esta sociedad. Una mañana quedé con un profesor de medicina de la Universidad para una charla. La tuvimos en un café. Pero el tipo resultó ser un retrógrado que todavía caratulaba a la homosexualidad de enfermedad y que no toleraba ni la más mínima de mis preguntas. Le dije que había leído de pequeño, que la religiosidad existía desde el hombre de Neardenthal. -¿Pero a dónde ha leído usted eso? Además, hable con un antropólogo de eso, no conmigo. Resolví, después de esta entrevista frustrada, que investigaría por mi cuenta. “En el método científico, una de las principales guías es la observación. Pues bien, la comprobación, en este caso, viene también de la observación”. Me senté en el metro, me senté en el aeropuerto, caminé las calles de Madrid, me senté en la plaza de mi barrio y, lo más importante de todo, al menos para mí, hablé con la gente. La gente estaba harta. Harta de las multinacionales de los teléfonos, por ejemplo, que les robaban los créditos y los sueldos, con internet. Harta de sus empleos, donde les sacaban las médulas para enriquecer al Estado, o a una empresa. Harta de la burocracia, del mal funcionamiento de los hospitales y de las escuelas, públicas o privadas. Harta del enriquecimiento ilícito de los políticos, del rey, de los lúmpenes que los asaltaban a cualquier hora y los mataban por una cartera. Harta de la prepotencia policial, de los neonazis, especialmente los inmigrantes que, cada tanto, eran hospitalizados con sus costillas quebradas. Harta del mercado de las drogas, o de la trata de blancas, o de las armas, que les llevaban a sus hijos al infierno del no futuro. Pero había algo que los mantenía pasivos todavía: la sociedad de consumo. Toda esa oferta de tecnología, de propagandas glamourosas con mujeres perfectas, ofreciendo desde ropa, hasta cremas de todo tipo. Adelgazamientos, liposucciones, compre, compre, autos 0, motos 0, bolsos, zapatos, zapatillas, peinados, pelucas, perros de raza, casas de lujo, libros best-sellers, televisores gigantes, planos, redondos, equipos de música, lo último en telefonía, el internet más rápido del mundo, el CD con la banda del momento, la última película de Hollywood, los últimos muebles, el último sacón, los últimos tragos, los últimos perfumes. Y había un dato extra y esencial: sólo los homeless escapaban de esto. En las demás clases sociales, aun en las pobres o muy pobres, podía ver a alguien de la familia con un celular, por ejemplo, si no nuevo, sí bastante complicado aun para usarlo yo. Eso me hacía pensar en ciertas cosas: los medios de comunicación, especialmente la televisión, bombardeaban todo el tiempo a la gente con las ofertas. De la misma manera, esos canales, se sostenían con las publicidades y las cantidades de dinero (exorbitante en el caso de los horarios pico y según el canal) que entraban por parte de las empresas para que, justamente, el mensaje llegara a la mayor cantidad de gente y el consumismo, creciera. Empecé a pensar en otras cosas. La democracia capitalista se sostenía con la representatividad. Esa representatividad siempre estaba en manos de un grupo de partidos (sino la bipolaridad) y, en general, los diputados y senadores que se votaban, eran los mismos quizá por 20 años. A su vez, los políticos que ocupaban cargos más importantes, continuaban dando vueltas en el sistema por años y años, intercambiando favores por cargos, presentando proyectos de ley acomodaticios y formando coaliciones oportunistas. La democracia había creado una casta de verdaderos burócratas que no contribuían en lo más mínimo a la superación de las naciones. Era como una especia de anarquía, en el mal (muy mal) sentido de la palabra, encubierta por el voto del pueblo. Algunas leyes que se autodefinían progresistas, causaban estragos en casos individuales. Como en el caso del aborto libre: miles de mujeres que querían tener esos hijos eran empujadas por sus padres, esposos, novios o amantes, para practicarse uno. A mí me venía a la mente algo que había leído en un libro de enfermería: del primero al tercer mes de gestación crecían el corazón, los brazos; a las 12 semanas todos los órganos estaban formados. Decidí no esgrimir ese discurso de que puede salir un Einstein. Yo veía a esos inmigrantes con dos o tres hijos, que luchaban cada día contra lo indecible, o las mujeres arrojadas en los andenes, pidiendo, con sus hijos a cuestas. Uno de esos niños, ya lo valía. Hablé con Diana sobre sus abortos. -Oh, Alejandro, te puedo decir que es algo muy traumático. La última vez, la cuarta vez, la última, yo realmente quería tener a ese niño… Veía a los niños, por aquellos días, y lloraba en cualquier lado. Pero las circunstancias, no lo sé, tuve miedo. Me echarían de mi trabajo, quedaría en la calle… Creo que uno de los grandes problemas por los que las mujeres abortan es el económico. Muchas veces no nos importa estar solas… Quiero decir, a mí no me importaba el padre. Pero sí nos importa que nuestro hijo no se muera de hambre, o quedemos tirados. Sé que no es una excusa, al menos para mí misma, pero es cierto. Me miró, sonriendo con dolor. -Ahora me gustaría ser madre. Abrí grandes los ojos y ella rió. -No te asustes. Dije que no me importaba el padre. -Quiero formar una familia contigo, Diana. Quiero que nos casemos y tengamos hijos. Es sólo que… todavía me asusta la parte frontal de tu personalidad. -¡Niño! Tú siempre estás asustado, salvo para hacer tus libros o para hacer tus notas. -Siempre me he sentido muy solo. Hay como una parte en mí que está a la intemperie. No lo digo desde ahora, lo digo desde siempre. -¿Sabes qué, Alejandro? Todos tenemos una parte a la intemperie, lo importante es que no estés revolcándote en tu herida. Todos nos sentimos solos y con ese gusano en el corazón en algún momento del día, todos los días. Creo que tu trabajo aumenta esa sensación de aislamiento. Por eso me parece maravilloso que hayas hecho esto: vivir en un barrio, hablar con los niños en la plaza, tener por amigo a un ex yonquie que dejó todo por su hijo, hacer este ensayo. ¡Estás pensando en los otros, Alejandro! Y eso te hace bien. Me tomó por el brazo, apretándome muy fuerte. -Te confieso que desconfiaba de ti cuando eras autor de best-sellers y periodista de esa revista tan prestigiosa-. Dijo esto último en tono de burla. -Pero esto, amigo mío, esto me ha fascinado. Se levantó y me dio un beso en la cara. Yo sonreí satisfecho. XIV El juicio por García es un policía fue largo y extenuante. Acompañé a Diana en todo el proceso y tuve que detener el libro. Pero no me importó. Valía más una hora con ella en los tribunales, mientras sollozaba viendo cómo dos de sus antiguos compañeros las despedazaban a ella y a Quiñones, que una hora con mi ensayo. La tomé de la mano, la abracé y la besé en la cara, al tiempo que Soto y García sacaban a relucir detalles escabrosos de la vida de Diana. Llegaron a decir cosas horrendas y temí una recaída. Pero Diana comenzó a fumar el triple. Deslicé una noche, hacia el final del juicio, que quería casarme con ella. Diana fumaba, acurrucada en el sillón, con los ojos vidriosos. -Eso no me importa, Alejandro. Quiero tener un hijo. Y voy a armar otra banda, una verdadera banda independiente cuando toda esta mierda termine. -¿En serio? Me parece genial. Tienes que ser feliz, Diana. Es lo que más ansío. Te veo tan triste. -Estoy angustiada. Me han sacado cosas que yo casi había olvidado. No lo sé. Frente a esos dos tipos, es como si nunca hubiera sido yo. -Sólo quieren el dinero, Diana. No les importa un bledo la música o la gente. O tú, lamentablemente. Cuando el juicio finalizó, Diana quedó en la bancarrota. Se levantó en el momento del veredicto y gritó: -¡A mí no me vence nadie, Diego García! García la miró preocupado. En general, había estado incómodo durante todo el juicio, con una cara de culpable increíble. Cuando subimos a mi auto, Diana se veía más tranquila. Me sonrió, y dijo: -Por fin todo terminó. ¿Sabes? Yo sabía lo que pasaría. Nunca ha habido justicia para mí, Alejandro. A eso lo tengo bien claro. -También es un asunto de género. -¡Por supuesto, mi amor! -Es la primera vez que me dices “mi amor”. -Te lo voy a decir de ahora en más. Y sí. Tú eres una parte, quizá pequeña pero importante, de lo que me corresponde en el universo. ¡Siempre he querido todo!: la gloria, la fama, el genio. Pero el amor, Alejandro, nunca he pensado mucho en el amor. Y tú eres algo raro, Alejandro. ¿De veras quieres casarte conmigo, chaval? -Ahora mismo. -Ok. Vamos a hacerlo. Pero primero, tengo que conseguir un trabajo. No quiero ser tu mantenida. ¿Te molestaría que trabaje como camarera?- dijo riendo fuerte y pasándome el brazo por los hombros. Pensé un poco y le contesté: -Sólo me molestaría una cosa. Que me mientas. -¡Despreocúpate entonces, nunca te mentiré! Me besó en la boca y yo arranqué, a sabiendas de lo que eso significaba. Diana era un gran amor, pero también era una herida muy profunda. XV Por esos días, participamos con Diana de la primera manifestación anti-consumo. Los tomates se hicieron caros, demasiado caros, y la gente decidió no comprarlos por una semana. Por la televisión pasaban cómo tiraban los cajones enteros y con Diana nos indignábamos. -Deberían dárselos a los indigentes, ¿no crees? -Son unos malditos especuladores. El día que nos casamos, lloviznaba. Diana se había puesto un vestido negro, con un tapado que le llegaba debajo de las rodillas. Simón fue mi testigo y Teresa de Diana. Salimos de la oficina del Registro Civil y fuimos a comer a un pequeño restaurante. Teresa nos sacó fotos y sonreímos hasta que nos dolió la boca. Estábamos felices. -¿Qué estás escribiendo ahora que no haces más best-sellers? -Un ensayo contra la sociedad de consumo, Teresa- contesté con un dejo de picardía en mis ojos. -Eres un hombre muy valiente. -¡Por supuesto! ¡Acaba de casarse conmigo!- gritó Diana y rió fuertemente, como sólo ella podía hacerlo. -Me siento desilusionado, ¿sabes Teresa? Cuando se terminó mi contrato con la editorial, sentí que todo había sido una mentira, que había vivido en una nube de humo, sin siquiera enterarme de lo que pasaba a mi alrededor. Hay 6 millones de desempleados en este país. Y miles de millones en el mundo. ¿Hacia dónde va todo esto? Quisiera saberlo. Pienso que el sistema de representatividad capitalista se está viniendo a pique. -¿La democracia, dices? -Sí, la democracia capitalista. Y está claro que el gobierno de los trabajadores, se convierte en un totalitarismo burocrático, con persecuciones, con falta de libertad, con fanatismos, asesinatos. Y he hablado con la gente, en la calle. La gente ya no cree en sus representantes. Me refiero, es una especie de anarquía encubierta, una burocracia, donde los mismos tipos siguen en el poder por veinte o treinta años. ¡La gente está harta! Y cada vez son más, cuando las crisis económicas se hacen profundas, los que cuando van a votar lo hacen sin esperanzas. Es como que, en algún punto, todo perdió su sentido. Es muy triste, porque quizá, con esta crisis, vengan guerras mundiales, guerras civiles, gobiernos de facto. Pero es como un devenir histórico. En el fondo, tenemos mucho miedo de morir, eso es todo. -No te pongas tan apocalíptico, Alejandro, ¡quiero tener un hijo! -Está bien. Es sólo que me apasiono. Y no es apocalipsis es sólo… el deterioro de la humanidad. -Oh! ¡Sólo eso! Mi amor, no quiero descubrir que me casé con un filósofo loco. -Es interesante lo que dices, Alejandro- dijo Teresa y agregó: -¿Y qué nos queda? ¿Una especie de resistencia? -Pues, no me queda claro. Pero me parece que resistirse al fascismo y a la sociedad de consumo, que es otra forma de fascismo, a base de publicidades y mujeres anoréxicas, es una forma de comenzar. ¿No sería maravilloso que los pulpos económicos fueran frenados por el poder de la gente? ¿Por el poder de la gente que dice basta al exitismo, al dinero, a la discriminación, a las oportunidades para unos pocos? -¿Sabes? Estás planteando una postura anarquista. -No. No lo creo. Diana me abrazó esa noche, en la cama, y fue extremadamente dulce. Me llamó numerosas veces “mi filósofo loco” e hicimos el amor con un poco de atropello pero con ternura. Una ternura que hasta el día de hoy, jamás pude olvidar. XVI Dos meses después, Diana quedó embarazada. Seguía fumando casi dos paquetes y medio por día. Le rogué que dejara. Fuimos a un médico, y éste sugirió que tratara de fumar menos, pero que no dejara de golpe porque podía perjudicar al feto. -Está bien, ¡fumaré dos paquetes al día! Eso fue todo lo que pude obtener. Pero yo me absorbí en el ensayo y dejé de rogarle o pedirle, o implorarle por los cigarrillos. Ella trató de armar una banda, pero no tuvo éxito. El escándalo mediático por su salida de la clínica, más el juicio por García es un policía, le habían dejado su imagen pública por el suelo. También buscó trabajo, pero volvía cada tarde, derrotada, con un cigarrillo en la mano, y se sentaba pesadamente en el sofá, revoleando el bolso. En mí, fue cristalizando una idea: teníamos que irnos de la ciudad. Teníamos que tener una huerta, teníamos que hacer nuestra propia ropa y vivir casi sin dinero. Se lo comenté y se puso histérica. -¡Ahora me lo dices, que va a nacer un niño! -¡Necesitamos estar mejor! ¡Aquí sólo hay una atmósfera pesada! La ciudad está llena de opresión. -¡Quiero trabajar! ¡Quiero tener mi banda! ¡Quiero ser feliz aquí, Alejandro! No conozco el campo, ¿qué pretendes? ¿Qué seamos los Ingalls? -¡Por supuesto que no! Quiero comprar una pequeña casa, con patio. Polo será feliz allí. Y nosotros también. -¿Polo? ¿Piensas en Polo? ¡Vas a ser padre, Alejandro! ¿Qué demonios te pasa? Pero cuando los días fueron pasando, después los meses, y Diana no conseguía músicos ni trabajo, y las tardes se hacían largas y aburridas, con su panza y su frustración a cuestas, ella cambió de opinión. Una tarde, me preguntó: -¿Todavía quieres mudarte al campo, filósofo loco? Le sonreí. -Claro que sí. Y no estoy loco. Sólo quiero que seamos felices. Eso es todo. Pusimos el departamento en venta y empezamos a buscar una casa. -Tiene que ser pequeña, acogedora y con un lindo patio para hacer una huerta. -¿Puede tener dos habitaciones? ¿O quieres que durmamos todos juntos y hacinados? Suspiré divertido. -Puede tener tres habitaciones. Me gustaría tener más hijos. Ella me abrazó. -¿En serio? Yo también estuve pensando en eso. Sólo tenía miedo de decírtelo. -¿Por qué? ¿Ves? Al final pensamos lo mismo. -Debo confesarte, que no me desagrada tanto irme al campo. Al final de cuentas, sólo te tengo a ti y al niño. Todas las personas que conocí, que pensé me querían y me respetaban, no lo sé… Ya no me conocen. Y me siento tan frustrada. Es como una sensación… Ya no sé quién soy. Es decir, antes era la cantante de una banda, era mi vida. ¡Fueron doce años, maldita sea! ¡Doce malditos años! Y siento que todo eso se evaporó… A veces sueño que eso no pasó en realidad. Me pongo muy triste. -Trata de disfrutar lo que queda del embarazo. Y después viene algo muy fuerte. Estoy muy entusiasmado. -A decir verdad, yo te veo más entusiasmado por tu libro y por hacer realidad tu teoría, que por el niño. De todas maneras, me queda claro. La idea del niño, fue mía, y la del casamiento, tuya. Me enardecí. -¡No puedes decirme eso! ¡Estuviste como una estúpida buscando un miserable trabajo y una maldita banda, y eso te defraudó aun más! ¡No me interesa tu pose de mujer independiente Diana, te quiero como eres! ¡Cuando te comes las uñas y fumas sin parar y en verano andas descalza con esos vestidos de abuela! ¡Te amo! Ella empezó a llorar, tapándose la cara. -¿Por qué me quieres así, Alejandro? ¡Ya no sé quién soy! ¡Siempre estuve sola y luchando por sobrevivir! ¡Tuve que ser una mujer fuerte toda mi vida! ¿Qué quieres de mí?- gritó desconsolada. -Sólo te amo. Estábamos arriba del auto cuando todo esto sucedió. Yo manejaba debajo de la lluvia tratando de encontrar una maldita casa que, tres horas después, encontré. Le había mandado un mensaje a la propietaria, avisándole que llegaríamos tarde. Cuando estacioné, ella esperaba debajo de un alero, con la solapa de su saco levantada. -Quiero quedarme en el auto- dijo Diana acongojada. -¡Vas a bajar a ver esta maldita casa!- le grité. Ella bajó. -Hola, ¿cómo están? ¡Menudo día!, ¿verdad? -Sí, está infernal. Cuando entramos, supe que iba a ser la casa ideal. Tenía tres habitaciones, los techos eran altos, de madera y había un hogar en el living. Me imaginé a tres niños tomando chocolate alrededor del fuego. Y me sentí feliz. Cuando terminamos de recorrerla, abracé a Diana por detrás y apoyé mis manos en su panza de ocho meses. -¿Qué te parece, mi amor?- le pregunté. Estaba triste todavía y no había soltado ni una sola palabra. -Me parece… ideal. -Yo pensé lo mismo. -El patio es grande, como habrán visto por la ventana. ¡Es una pena que el día esté así! -No, no. Está bien. Nos interesa. -Quiero aclararle que puedo hacerle facilidades para pagarla. Hace mucho que espero venderla y realmente quiero hacerlo. Si a usted le interesa… podemos hablarlo. La casa tenía dos vecinos: uno a doscientos metros y otro, a unos quinientos. Más allá de ellos dos, con sendas familias, no había nada más que campo. El primer pueblo estaba bastante cerca, a 30 kilómetros. Debíamos conservar el auto, porque hasta allí no había tren ni autobuses. Cuando nos estábamos yendo, paró de llover y salió el sol. Sobre el horizonte verde y cargado de azul, se dibujó un tenue arco iris. XVII El niño nació en julio. Diana insistió en que le pusiéramos Alejandro. Era pequeño, regordete y tenía el cabello negro y largo. Se lo recortamos un poco, aunque la enfermera insistió en que debíamos raparlo. Todavía no nos habíamos mudado a la casa, a la espera de vender el departamento. Con el dinero que me quedaba en el banco, fui pagando una parte. Pero no quería que nos quedáramos sin un centavo. Eso me preocupaba mucho, porque yo no tenía ni la más pálida idea de cómo se hacía una huerta o de cómo se vivía en el campo. Sin embargo, no dije nada. Temí que Diana se exasperara o pensara mal de mí. En resumidas cuentas, temí que dejara de amarme. Ahora, estaba todo el día con el pequeño, hablándole, jugando, cambiándolo, llevándolo a la plaza. Retaba a Polo si se acercaba, me retaba a mí si decía o hacía algo inconveniente y, entre ella y el niño, se había formado un equipo muy especial, donde sólo ellos dos, podían participar. Me sentí rechazado. Se lo dije, en la cama. -¿Ya no me amas? ¿O ese crío me ha suplantado? Reconozco que mi tono sonó exacerbado. -¿De qué estás hablando? ¡Tú estás todo el día con ese maldito ensayo! ¡Vas a salvar al mundo, Alejandro! Mientras tanto, déjame a mí, que sea feliz con mi hijo. -¡También es mi hijo! -¡Baja la puta voz, que está durmiendo! Estuvimos meses sin hacer el amor y con discusiones de ese talante cada dos por tres. Al fin, el departamento se vendió. -Te voy a extrañar amigo mío- me dijo Simón. -Relájate. Disfruta de tu hijo, en serio te lo digo. Mi pequeño pillo me salvó de una muerte segura. Déjala ser madre y ten los mismos cojones para ser padre, como los tienes para poner las letras. XVIII Esa Navidad, hubo regalos para todos. Desde luego que Alditer Junior se llevó las de ganar. Un camión de nieve, ropa nueva, un gorro para el frío, y unos ladrillos para armar. A la medianoche, cuando el pequeño estaba ya dormido, nos sentamos sobre la alfombra, con el hogar encendido y abracé a mi mujer. -Estuviste ausente todo este tiempo, Alejandro. -Me sentí rechazado. -¡No seas gilipollas! ¡Es sólo un niño! Te lo estás perdiendo con esa actitud de sabelotodo. Eres su padre. -¿Sabes qué? Temí confesártelo. No tengo idea de hacer una huerta. Ella rió. -¡Ya lo sé! No importa, algo vamos a inventar. Juntos, ¿de acuerdo?

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